A mediados de los años sesenta, vagando por Europa en busca de nuevas formas de música popular, el guitarrista folclorista argentino, Atahualpa Yupanqui fue a dar a la magnificente ciudad de Budapest. Antes de iniciar su viaje hacia la Hungría profunda, allá en la dudosa frontera con Rumania, donde según había oído vivían los gitanos más antiguos, Yupanqui permaneció unos días en un modesto hotel de Buda, la parte pobre de la ciudad, para recobrar las fuerzas que había gastado viajando desde París. En una de sus diarias caminatas por la elegante Pest, a lo largo del Boulevard Andrassy, que alojaba, entre los edificios más opulentos de lo que había sido el Imperio Austro-húngaro, la Ópera y la Academia Franz Liszt de música clásica, el gaucho vio a un viejo que se paseaba lento y solitario arriba y abajo por el boulevard, toda la tarde, sumido en la más honda de las cavilaciones. El mesero de un café cercano le contó que ese viejo con cara de asceta no era otro que el ya famosísimo compositor Zoltán Kodály, a quien incluso Yupanqui, que por la música clásica se había interesado muy poco, conocía.
Kodály era un viejo enorme, con las cejas pobladas, la barba blanca y los ojos hundidos en el infinito. Sus pupilos solían decir que parecía un Jesucristo eslavo, apreciación fundada en su aspecto, pero sobre todo en la lejanía casi mística de su obra. Caracterizar la obra de un autor como lejana no suele ser la solución más afortunada, dado que la música suele tener muy poco de espacial, y las indicaciones en ese sentido, siempre metafóricas, pueden significar demasiadas cosas a la vez. Hay una dimensión de la música, sin embargo, que a falta de metáforas mejores, se puede explicar muy bien en el espacio, y es la del grado de intimidad que una obra entabla con el que la escucha. La música de Beethoven suele ser cercana, entrometida, porque su intensidad no nos permite escucharla con indiferencia, nos obliga a tomar parte en su rapto de furia. La música de Kodály, en cambio, se escucha como si no proviniera del escenario del teatro, o del parlante, sino de más allá. Pero no de dos o tres cuadras más allá, como la música de los rusos, que siempre produce esa sensación de que estar sonando en un enorme teatro al que no nos dejaron entrar por estar mal vestidos. La música de Kodály parece venir del otro lado del mundo, del otro lado de las nubes, y por eso es lejana. Escucharlo se parece mucho a leer a San Juan de la Cruz o a estar ante un cuadro de Renoir, o a uno de Marc Chagall, mejor, porque la música de Kodály también está llena de vacas.
Cuando Kodály era joven, sin embargo, y empezaba su tímida carrera de la Academia Liszt, nadie adivinó que habría de convertirse en ese personaje casi mitológico. El estudio del contrapunto lo turnaba con las salidas de campo, destinadas a recoger en una grabadora Edison la música popular de su país. En una de esas excursiones conoció al joven Béla Bartók, del que habría de volverse amigo, colega, pupilo y mentor a la vez, formando uno de los dúos más memorables de la historia de la música. Juntos, entonces, extenuaron el país recogiendo nuevas melodías viejas, nuevos viejos instrumentos. Ya los rusos (Mussorgsky, Rimsky-Korsakov) habían hecho lo mismo en Siberia, ya Smetana había hecho lo mismo en la República Checa. Parece que el cambio de siglo, para los europeos del Este, fue también el cambio de lenguaje musical, de uno heredado de los maestros vieneses y alemanes, a uno más propio, menos distante de la música popular. Bartók y Kodály reunieron más de cien mil piezas autóctonas, formando uno de los archivos más grandes del continente, y a partir de ellas escribieron obras enormes y diferentes. Bartók amaba la disonancia, los sonidos de la tierra, los cantos desafinados de los niños perdidos en las estribaciones de los Cárpatos. Kodály apuntaba a adivinar la música de las esferas, que para él, se parecía mucho a la de un chelo seco en manos de una anciana campesina.
Un famoso crítico de música de esos tiempos dijo que la música de Bartók era como ir en excursión a pie por los Cárpatos y las llanuras húngaras, y que la música de Kodály era recorrer esos mismos caminos sobrevolándolos por encima. Pero el escucha la música siempre está abajo, en la tierra, y por eso la música de Kodály nos suena allá, lejana, en las alturas.
http://www.youtube.com/watch?v=fcfznN8A_6o&feature=player_embedded
Zoltán Kodály
Dom, 06/03/2011 - 03:00
A mediados de los años sesenta, vagando por Europa en busca de nuevas formas de música popular, el guitarrista folclorista argentino,