Diego García Bejarano

Ingeniero ambiental sanitario. Especialista en gerencia de recursos  naturales y magister en gobierno y políticas públicas. Fui director de Arborizacion Urbana en el Jardín Botánico, director de Ambiente y ruralidad en Secretaría de Planeación Distrital, concejal de Bogota, director de la Región Administrativa Planeación Especial. Guía profesional de turismo, profesor universitario. Co creador del programa BiciRegion y la ruta turística de la leyenda del Dorado. Asesor de turismo de naturaleza.

Diego García Bejarano.

Camino Farallones de Gachalá a Medina, el verdadero Dorado

Los últimos días del Cacique Guatavita, antes de la inminente extirpación de su cultura, de miles de años de habla chibcha, de tradiciones y costumbres aborígenes, los pasó mirando el valle de Gachetá, hacia los farallones de Medina, en Gachalá. Desde allí, una última cosa le perturbaba la mente: el oro que su pueblo había ofrendado por decenas de años, traído de todos los rincones de su gran territorio, y que yacía en sus tierras. 

Fue así como dio la orden para que 100 indios llevaran cada uno, un costal repleto de oro, hacia la última cordillera de los “Chíos”, que daba vista a los Llanos, y escondiesen su tesoro muy bien entre esos farallones, para que los codiciados conquistadores no lo pudieran hallar. Pero debía salvaguardar para siempre el secreto, por lo que ordenó a 500 indios armados, que salieran al paso en el cerro de la Guadua, donde debían matar a cuchillo a quienes cumplieron la misión de esconder el oro para siempre. 

Esta impactante leyenda, nombrada por Juan Rodriguez  Freyle en su obra el “Carnero” y recreada por guías experimentados que rescatan el camino ancestral entre Gachalá y Medina, es la antesala a una de las rutas más agrestes, enigmáticas y colosales que hemos hecho. 

De madre Gachaluna, y con un número importante de visitas a mi pueblo materno cuando era niño, muchas cosas recuerdo de forma mágica de Gachalá. Mi tía, la aún recordada profesora de la escuela llamada Palomas, nos dejaba tardes enteras para jugar con las pepas de Mararay, una especie de mamoncillo pequeño, de cáscara dura, con la que simulábamos “canicas”, para luego romperlas y saborear su pequeño coco blanco que contenía en su interior. Mis primeras expediciones naturales las hacíamos a una cueva de mariposas adentro de la montaña. Mi memoria, al recordar, imagina miles de ellas y de muchos colores. Quizás no eran tantas, quizás no era tan colorido, pero esa imagen de asombro sigue viva en mis recuerdos. 

Gachalá, además de su renombrada historia por poseer una de las esmeraldas más grandes del mundo, La Emilia, es hoy por hoy un paisaje de represa color verde de su piedra preciosa, cultura gastronómica de amasijos con su olor característico y remembranzas de una región próspera, olvidada, reconstruida y latente, que genera la mayor cantidad energía eléctrica a Colombia.

En este municipio y convocados por “Travesías Gachalá”, emprendemos el andar con mi compañero de viaje. Un hijo, con el que fuéramos a descubrir una nueva forma de bajar la montaña, para agilizar mi pesado ritmo y acompasarlo con su joven paso.

Llegar a Gachalá es muy fácil, tanto en transporte intermunicipal como en carro. Se toma vía la Calera hacia Gachetá, para luego buscar la represa del Guavio y llegar a su plazoleta principal. Desde la calle 72 con caracas, sus pobladores esperan en distintos horarios y óptima frecuencia, los buses que los ha de llevar a su municipio. 

Y así iniciamos nuestra andanza entre Gachalá a Medina. Llegamos a este paradero, con maleta al hombro, y mi despertada ilusión de adentrarme a los Farallones de Medina. Aquellas montañas que cuando pequeño, se oía sus historias de impenetrables caminos por los que muchos osados excursionistas y guaqueros habían trazado sus fallidos propósitos de atravesarla. Lo que recordaba por allá en los años 80, cuando viajaba en épocas navideñas, era que los espíritus del bosque la protegían, que los farallones se cerraban cuando se intentaba pasar por ellos, que la lluvia arreciaba y que la neblina se posaba a centímetros de la vista, sin dejar opción de ver el siguiente paso.  Todo ello me prometía una deuda como andante de las montañas andinas, que por fin iba a saldar. 

Cuando llegamos a la vereda Minas de Yeso, donde empieza nuestro sendero llamado Toquiza, nuestros guias Arned y Nicolas fueron aclarando las cosas. Lo primero es que las leyendas en torno a los farallones son ciertas. Un alemán, varios experimentados excursionistas, guaqueros y otros intrépidos desafiantes del mito Muisca, habían fracasado en su intento por salir al otro lado de estas montañas. Razón más que obvia, por la que nosotros tomaríamos el camino ancestral paralelo, usado históricamente por indígenas, campesinos y colonos para intercambiar sus productos con los llanos orientales. Nuestro referente del camino sería la cuchilla de los Chochos, un lugar que guarda como muchos rincones de nuestra geografía, una trágica historia de guerra, venganza y secuestros. 

En este sitio fueron enterrados en costales, con un único tiro en la cabeza, los tres hermanitos Alvarez de 7, 6 y 5 años, luego de ser secuestrados por parte del M-19. Según lo cuenta los archivos judiciales, en retaliación, el padre de los niños asesinados, catalogado como narcotraficante para la DEA y terrateniente para los guerrilleros, toma por su cuenta la venganza y desaparece 11 jóvenes universitarios de la Universidad Nacional y Distrital. Este episodio de nuestra guerra se conoce como Colectivo 82, y, es en su momento, el que da comienzo a la asociación de familias de desaparecidos que aún defiende este tipo de casos por todo el país. 

Retomando el aliento, nos preparamos para una seria subida de montaña. Un grupo de caminantes, en su mayoría corredores, oriundos de la región, se congregaban como paseo familiar, incluyendo su mascota Nala, para disfrutar del recorrido, haciendo que mi hijo y yo, nos sintiéramos en todo momento como los invitados especiales.  

A pocos kilómetros pasamos el emblemático rio Batatas, en plena reserva forestal denominada Tolima, uno de los tributarios del obsoleto sistema hidroeléctrico del espléndido paraje del Guavio. En una transición de bosque alto andino, subpáramo y páramo del Parque Nacional Chingaza, coronamos a 10 kilómetros todos los altos que allí se encuentran: de la Virgen, de las cruces y el icónico Alcachoca. Pudimos presenciar tramos del histórico sendero en un estado conservado, haciendo que piedra tras piedra, se alentara el espíritu, tras sentir un camino que aún salvaguarda los vestigios del majestuoso paso que conduciría a Cabuyaro en el mismismo departamento del Meta. 

Te acompaña una panorámica de valle que sube de nuevo a otras montañas, teniendo de vista los farallones y el parque de Chingaza. De vez en cuando, si volteas a ver lo recorrido, observas la represa, y si el cielo lo permite, también divisas montañas y montañas de la cordillera oriental. 

Luego de un anhelado refrigerio, bien cargado a lo campesino, iniciamos 14 kilómetros de descenso duro y despiadado. Fue aquí donde pudimos desarrollar una técnica entre padre e hijo, que consistía en agarrarnos de las muñecas de la mano e ir bajando como las “barbies”, sin pensarlo, e ir acomodando el pie a cada paso. Jacobo iba primero y yo me apoyaba demasiado en él, lo que me permitía acelerar un poco el ritmo. 

El almuerzo, que estaba calculado para las 2 pm, en el punto conocido como Canoas, se abría ante nuestro desaforado estómago a las casi 4 de la tarde, lo que señalaba sin dubitación, la llegada a Medina bien entrada la noche.

Retomando camino, se presenta un impase que hubiera podido ser mayor: no había sendero. Una profunda remoción, o volcán de tierra, había dejado a borde literal nuestro paso. Lo que debía ser el sendero, se mostraba como un peligroso linde de tierra suspendido en raíces que habían soportado la avalancha semanas antes. La pericia de los guias permitía que los atajos de la montaña nos acercaran al engañoso río Gazantua, y digo engañoso porque lo veíamos, pero pareciera que nunca lo íbamos a alcanzar. 

Con la luz de linterna, luego de pasar por la hacienda Toquiza, el sonido del agua se hacía más intenso, lo que alteró los nervios de algunos, cuando tuvimos a nuestros pies un amplio lecho del río, y un torrente de agua inicialmente atemorizante. El cansancio jugó en contra, y un par de extenuantes caminantes, desarmonizaron con la naturaleza, por no decir que se sobre exaltaron. Nala, la mascota del grupo no quería pasar el río, y Jacobo, que iba sobrado de piernas, la alzó para ponerla a salvo al otro lado. Durante varios minutos hubo confusión, y fuertes tensiones, y luego que todos cruzamos el agua, continuamos otros varios kilómetros por las piedras del lecho del río. 

Fue a varios minutos cuando nos percatamos que Nala no venía. El agotamiento era inminente y solo los dos guías con Jacobo regresaron a buscar la perrita, pero Nala no contestaba los gritos ni los chiflidos. La búsqueda se prolongó, y el grupo, aunque anhelaba profundamente que Nala apareciera cuanto antes, veía la seria opción de volver al siguiente día a retomar el rastreo por la perrita. Y así fue. Los guías tenían a cargo un grupo agotado, con pocas linternas, a medianoche, en medio de un río, y no podían seguir tras las huellas de Nala. Sin embargo, Jacobo decidió devolverse, mientras el grupo continuaba para hallar como fuera la carretera San Pedro, donde un transporte debería estar esperando para llevarnos al casco urbano de Medina. Pero fue allí, en esta última esperanza, cuando Jacobo escuchó muy a lo lejos los ladridos de Nala y fue a traerla de nuevo al paso del grupo, ratificando la consigna de honor: que a nadie se deja olvidado en el camino. Nala, se habría quedado dormida en la playa que forma la arena del río, agotada y sin poder humano que la levantara. 

Un poco antes de la llegada a la carretera pudimos llamar a avisar que todo estaba bien, aunque la incertidumbre y angustia ya estaba provocada en la familia, lo que no evitaría las reclamaciones aireadas, propias de quien te ama y agradece al cielo que estuvieras a salvo. La verdad siempre estuvimos seguros, la experiencia de los guias de Travesías Gachalá es endémica, solo la tienen ellos y son los mejores para estas tierras. 

Sobre la 1 de la mañana del día siguiente, llegamos a Medina con 25 kilómetros de puro trekking, llenos de historias con nuevas amistades. Tomamos el típico alimento de los extasiados montañistas: una refrescante cerveza con una hamburguesa y papas fritas.  Luego, de compartir anécdotas, vuelve ese momento de satisfacción personal en el sentir y recordar. Ese instante íntimo de cada uno con sus ideas. Las mías, tenían que ver con el camino, el agradecimiento infinito que tengo con ellos, y la reiteración que son una huella imborrable del tiempo, donde se traza nuestra historia, y por ende, jamás debe ser borrado. 

Posdata: ¿Sabe porque se les dice Muiscas? – me preguntó el guía -. ¿No estoy tan seguro, pero por qué? – Le contrapregunté – Porque los conquistadores tenían un olor muy característico y desagradable para los indígenas, entonces, ellos cada vez que pasaban por su lado decían: mhuscas, muschas, en gesto de rechazo por sus fuertes olores. Y fue así como los invasores, bautizaron ese grupo, ya que oían esa palabra en repetidas ocasiones. 

Camino Farallones de Gachalá
Créditos:
Camino Farallones de Gachalá por Diego García
Creado Por
Diego García Bejarano.
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