Carlos Holmes Trujillo García, caballero de la política

El 26 de enero de 2021 se fue de este mundo Carlos Holmes Trujillo García, un extraordinario ser humano, soñador de un mejor país, un estadista infatigable que alcanzó el más difícil de los títulos: señor, ¡qué señor! Un verdadero demócrata que por sus grandes acciones quedará para siempre en la historia de nuestra querida Colombia.

Nacido en Cartago, Valle, hace casi setenta años y formado como abogado en la Universidad del Cauca, dedicó más de cuatro décadas a servir a esta nación. Con una prolífica vida pública, a Carlos solo le faltó sentarse en el solio de Bolívar. Fue el primer alcalde de Cali elegido por voto popular (1988-1990), destacado diplomático, varias veces ministro de Estado, hacedor de paz, constituyente y formidable aspirante a la Presidencia de la República.
 
En el servicio exterior, el cosmopolita que no dejó ser vallecaucano y el vallecaucano que se hizo ciudadano del mundo probó, como cónsul y encargado de negocios en Tokio (1976-1982), representante permanente ante la OEA en Washington (1995-1997) y ante la ONU en Viena (1998-1999) y embajador ante la Federación Rusa (1999-2001) y ante Suecia, Noruega, Finlandia, Islandia y Dinamarca (2004-2006), que fue un conocedor de las relaciones internacionales. 

Políglota de cultura exquisita, comprendió que la diplomacia es una técnica respetable, pero que la política exterior del Estado, como su nombre lo indica, es política. Quizá por esto no dudó, cuando se hizo necesario, en abandonar la farsa de las formas melifluas frente a la dictadura de Nicolás Maduro: primero estaba el interés nacional y trabajar, como lo reconoció el Gobierno de los Estados Unidos, por un “hemisferio estable y democrático”.
 
La política le corría por las venas, porque su padre, el exparlamentario liberal Carlos Holmes Trujillo Miranda, fue otro tribuno. Pero no fue un delfín y un político de profesión sino uno por vocación porque a él le interesaba auténticamente Colombia, no la actividad política como una simple forma de ganarse la vida. Su oratoria, su capacidad discursiva, era envidiable. Tenía una voz recia y potente, pero nunca gritaba. Su capacidad para leer su audiencia era admirable. Reaccionaba con rapidez, mas sin precipitarse y sin perder el rigor. Fue un caballero que nunca perdió la sencillez. Como escribió el poeta, alternaba con reyes sin perder sus comunes rasgos, y con multitudes manteniendo la virtud.
 
Todos estos méritos hicieron que el erudito que sabía de historia y geografía nacional y universal, literatura, economía y, desde luego, derecho, y al que tres Jefes de Estado habían honrado con responsabilidades diplomáticas, contara con la confianza de otros tres mandatarios para ser integrante de sus respectivos gabinetes. Porque Carlos fue también ministro de Educación Nacional (1992-1994), del Interior (1997), de Relaciones Exteriores (2018-2019) y de Defensa Nacional (2019-2021).
 
Como jurista, fue un sobresaliente y superior constitucionalista. Así lo atestiguó la Asamblea Nacional Constituyente encargada de redactar la Constitución Política de 1991, foro en el que también demostró sus innegables dotes y, aún más importante, sus firmes convicciones, que lo llevaban a defender con vehemencia los principios liberales y democráticos en todas las oportunidades.
 
A diferencia de la imagen distorsionada, especialmente en los últimos años de su vida, que algunos de sus contradictores –a quienes respetaba y quienes no encontraron en él la grosería sino una capacidad argumentativa y una soltura que solo dan los principios y la formación–  pintaron de él describiéndolo como un hombre de guerra, Carlos  fue un hacedor de paz. No solo porque fue Alto Consejero de Paz entre 1994 y 1995, sino, sobre todo, porque comprendía que el precio de la paz no es la impunidad: entendía y creía que así lo imponen la ética y la decencia públicas y las exigencias del derecho internacional, materia sobre la que él se instruyó con disciplina. 

Él se tomaba en serio, y no como un mero aforismo, que una paz estable y duradera demanda justicia y la seguridad que solo puede brindar nuestra Fuerza Pública, a la que defendía con la fuerza de los argumentos. Y la defendía porque entendía que nuestra Fuerza Pública ha sido diseñada para promover y proteger los derechos humanos, porque sabía que nuestros soldados y policías son la garantía de nuestra democracia, de la verdadera.
 
Carlos fue un hombre que defendió durante 20 años y con lealtad las tesis promovidas por el presidente Uribe, a quien acompañó en campaña, en los dos mandatos de su administración como integrante del gobierno, en la oposición constructiva pero resuelta a la administración Santos. Y, por su inmensa sensibilidad social, por su preocupación verdadera por los problemas ajenos, quiso ser presidente de la República en 2014 y 2018 con las banderas del Centro Democrático. Su anhelo era liderar desde la Casa de Nariño la superación de los desafíos sociales mediante la fraternidad, no a partir del resentimiento. Sabía que los hombres y mujeres pasamos, pero las ideas perduran. Defendía las instituciones, pero no porque quisiera mantener un statu quo opresor y excluyente, como algunos sostenían desde orillas radicales, sino porque entendía que los cambios que la sociedad necesita deben tramitarse a través de las vías democráticas, no mediante rupturas abruptas y violentas que desembocan en daño y miseria, como se lo enseñó su estudio de las revoluciones comunistas.
 
Persiguiendo estas metas como precandidato presidencial de nuestro partido, siempre jugó limpio y compitió en franca lid. Caballero de la política, reconoció las victorias del doctor Óscar Iván Zuluaga en 2014 y del presidente Duque en 2018 en la definición del candidato del partido y, alejado de cualquier vanidad, inmediatamente se unió a las campañas para trabajar a su lado. Al presidente Duque lo unió la afinidad ideológica, la admiración, el respeto, la lealtad y el cariño; eran, más que copartidarios, verdaderos amigos.
 
Como candidato y como gobernante recorrió con un entusiasmo innegable nuestra tierra de extremo a extremo. Nunca olvidaré cuando en mi campaña al Senado me llamó varias veces para preguntarme cómo iba y cómo me podía ayudar. Llegó a Córdoba a caminar las calles conmigo y a hablar en medios respaldándome y pidiendo los votos por mi candidatura. Un hombre noble, lleno de sabiduría, de rigor, de entrega y firmeza. 

Su fuerza venía del amor a Colombia, de ese regocijo que surgía de su encuentro con los conciudadanos en todas partes, en las ciudades y en los campos. Trabajador infatigable, había que verlo mantener la calma y la energía atendiendo los llamados del Congreso de la República hasta bien avanzada la noche, sin bostezar y manteniendo una concentración que le permitía poner todos sus esfuerzos en la tarea presente.
 
Disfrutaba la vida porque siempre mantenía la alegría, una alegría que no podía ocultar ni siquiera cuando su mirada era la más seria. Como el muchacho ideal de Whitman que ama a su novia, Carlos fue un enamorado de Alba Lucía y de sus hijos, a quienes les envío de nuevo un afectuoso saludo en este doloroso momento que deja la muerte de su esposo y de su padre, pero sobre todo, de un grande de Colombia que estará siempre con nosotros.  
 

Encima. Es mentira que Daniel Quintero esté contagiado de uribismo: si así fuese, trabajaría con seriedad, uniendo a todas la fuerzas políticas y ciudadanas, en lugar de despreciar y estigmatizar sistemáticamente a sus contradictores y fomentar el odio y la división en nuestra querida Medellín. De lo que sí parece contagiado es de soberbia.

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