En esta tarde de domingo, el zumbido de las hélices y el ruido del motor del espaciado desfile de helicópteros que cruzan en línea horizontal, a dos o tres kilómetros de mi ventana y apenas por encima de las crestas de las montañas, llevando colgada lo que apenas se veía como una gota de agua, daban un aire aún más misterioso a un paisaje invadido de lo que hubiese querido que fuera neblina pero que, casi con seguridad, se trataría de humo, en un día festivo que no es como cualquier otro porque la inquietud y la angustia nos ahogan en estos momentos cuando los incendios le han dado un toque dramático a unos días soleados que en otras condiciones no traerían tanta zozobra.
Cuando leo “La montaña mágica” de Mann, sintiendo dolores musculares mientras mi mano derecha se empecina en temblar, no puedo dejar de asociar mi situación con la del protagonista de la novela, al que ya, al final de la primera parte, le han dado el aviso de que no es solo un visitante sino que es uno más de los inquilinos que pasan meses y meses en curas que poco o nada hacían para curarles la mortal tuberculosis que era el motivo de su reclusión en un hotel sanatorio de Davos (“Metáfora de un paraíso que se perdió porque nosotros lo destruimos”).
Pero también, como en la obra de Mann en la que el espectro de la guerra se va silueteando en el cielo, las nubes cargadas de humo se me presentan como monstruos, dragones, rostros de viejos que parecieran caricaturas de Leonardo Da Vinci y cualquier cosa que, en su evanescencia, sean motivo de rápidas asociaciones para nuestra imaginación y que no dejan de causarme desazón ante la situación por la que pasamos que no para de empeorar.
Que un país se vea en una crisis como la presente no es debido al clima. No es la primera vez que el verano aparece en todo su furor, pero si la primera en la que los bosques arden. No es disparatado asociarlo con la movida del que decidiera, por haber sido derrotado en las urnas en 2018, incendiar el país. Y son sus mismos amigos de la Primera línea los que son hoy los principales sospechosos de provocar los incendios. Es una desgracia mayor tener en cabeza del país a un psicópata o sociópata, como se quiera, quien en su egolatría llena de maldad pretende destruir antes que construir. Ya estamos hasta la coronilla de su corrupción, ineptitud y de otras tantas cosas poco recomendables en un ciudadano cualquiera y que en un mandatario son francamente aborrecibles.
Mi mente insiste en preguntarse, de manera machacante, por qué un tipo cualquiera por haber sido elegido presidente, de buena o mala manera, poco importa, tiene el control y el descontrol para afectar a millones de sus conciudadanos. Y que para desgracia nos toque el que compite entre los peores mandatarios del mundo de ahora y del pasado.
Esta desgracia por la que pasamos, los colombianos en su mayoría, no se la vamos a perdonar, no tengo duda. La manera despectiva como enfrenta la crisis junto a sus ministros, no va a tener otra respuesta que un rechazo absoluto hacía él mismo, hacía sus aliados y hacía todo lo que representan. Puede dar por terminada sus ansias de perdurar en el poder, eso de ninguna manera va a ocurrir.
A un tipo tan asqueroso como Juan Manuel Santos le correspondió la crisis invernal, a un paquetazo como Iván Duque le correspondió la tal pandemia y al mequetrefe le ha correspondido la de un país que arde. Los dos primeros pudieron pasar de agache en su ineptitud, pero éste ya no, se rebasó la copa. Y no es porque se le sume lo de sus antecesores, con lo de él solito es suficiente para emberracarnos.
A las cinco de la tarde no se vieron más los helicópteros que de norte a sur se dirigían desde el embalse San Rafael al cerro del cable. Ahora escucho las ranas y su ruidoso croar que me llevan a pensar sin dudar ni un ápice en que, cuando se apaguen los incendios, se oirá el “Fuera Petro” más fuerte que nunca.