¿Te sobra un millón de dólares? Puedes comprar un título de embajador

¿Quién no querría ser un embajador estadounidense?

Además de la pompa y el prestigio social, te dan una residencia de lujo, un salario de seis cifras y pagan la colegiatura de una escuela privada para tus hijos; un cómodo estilo de vida diplomático financiado por los contribuyentes.

Desde hace décadas, los presidentes de ambos partidos han distribuido discretamente una parte de estos cómodos puestos (a menudo en las capitales turísticas de Europa y el Caribe) a algunos de sus más generosos donantes de campaña. Aunque se supone que la práctica está prohibida por la ley, el Congreso la ha consentido desde hace mucho tiempo.

“Somos el único país del mundo que hace negocios de esta manera”, afirma Dennis Jett, embajador retirado, diplomático de carrera del servicio exterior, catedrático y autor del libro “American Ambassadors”. “Nadie más tiene un mercado abierto de embajadas. Si realmente creyéramos en el capitalismo, pondríamos a la venta estos puestos en eBay”.

El problema, como lo demostró Gordon Sondland y otros embajadores donantes durante el gobierno de Donald Trump, es que los más leales suelen ser los menos competentes.

Sin embargo, la costumbre en la práctica de vender embajadas no comenzó con el presidente Trump. El hecho de que casi todos los presidentes modernos hayan hecho lo mismo parecería ser la rara evidencia que apoya la afirmación de Trump de que no es más corrupto que el “pantano” de Washington. El gobierno entrante de Joe Biden tiene ahora la oportunidad de probar que está equivocado.

Los orígenes precisos del nombramiento de embajador a cambio de donaciones son oscuros, pero uno de los primeros ejemplos se puede encontrar dentro de la original “habitación llena de humo”, una suite en el Hotel Blackstone en Chicago, donde los agentes del poder republicano negociaron la madrugada del 12 de junio de 1920, para tratar de elegir un candidato presidencial aceptable que unificara a la convención de su partido, que se encontraba en un punto muerto. Finalmente se decidieron por el joven senador de Ohio, Warren G. Harding.

Uno de los poderosos patrocinadores de Harding era George Harvey, editor y empresario del sector industrial, que había diseñado el ascenso de Woodrow Wilson a la Casa Blanca. Después de que Harding ganó las elecciones, hizo a Harvey embajador de la Corte de St. James en Londres.

El embajador Harvey no tardó en hacer el ridículo. Apareció vestido como un ministro del siglo anterior, con pantalones de raso hasta la rodilla y zapatillas de hebilla plateada. Dio un discurso en un club de Londres en el que se preguntaba si las mujeres tenían alma. En otro discurso, pronunciado ante la Sociedad de Peregrinos, afirmó que Estados Unidos había luchado en la Primera Guerra Mundial “a regañadientes y de manera tardía” para salvar su propio pellejo. Casi de inmediato, Harvey recibió críticas de ambos lados del Atlántico. Harding se distanció de las opiniones de su embajador.

En 1924, el Congreso aprobó la Ley Rogers, un intento de crear un cuerpo profesional de diplomáticos de carrera. Sin embargo, la tentación de recompensar a los aliados políticos con embajadas no ha hecho más que crecer.

Sondland, un hotelero que dio un millón de dólares al comité que organizó la toma de protesta de Trump, fue nombrado embajador de Estados Unidos ante la Unión Europea. A diferencia de Harvey, que tenía verdadera influencia, Sondland se distinguió principalmente por su voluntad de regalar su dinero (entre sus “honores”, según su currículo, estaba la compra de un Hyatt en California, nombrada “transacción del año” en la Cumbre de Inversión en Alojamiento Estadounidense).

Como embajador, Sondland perjudicó a sus colegas del Departamento de Estado al servir como un canal secundario durante el intento de Trump de extorsionar al gobierno ucraniano. También se le oyó mantener una conversación delicada con el presidente en su celular personal en un restaurante de Kiev, una violación de seguridad que un exfuncionario de la CIA calificó de “descabellada”.

Durante las presidencias de Bill Clinton, Barack Obama, George H. W. Bush y George W. Bush, alrededor de un 70 por ciento de los puestos de embajadores fueron para Oficiales del Servicio Exterior, profesionales que pasaron años entrenándose para ese puesto. El otro 30 por ciento fueron nombramientos políticos. Algunos de ellos son veteranos competentes en política exterior; otros tienen experiencia en el país por haber trabajado en el sector empresarial o en el sector sin fines de lucro; otros están principalmente cualificados por su disposición a invertir dinero en la campaña política de sus patrocinadores. Con Trump, el número de nombramientos políticos aumentó hasta el 43 por ciento.

La historia de la diplomacia estadounidense está repleta de compinches presidenciales que consiguen sus codiciadas embajadas solo para encontrarse con que el puesto los rebasa. Franklin Roosevelt envió al patrocinador demócrata Joseph P. Kennedy padre como su enviado al Reino Unido. Al igual que Harvey, Kennedy demostró ser un magnate testarudo que no podía controlar su vena aislacionista. Pronosticó que “la democracia está acabada en Inglaterra”, después de la Batalla de Inglaterra y renunció poco después.

Durante las décadas siguientes, a medida que los costos de las campañas aumentaban, el dinero ocupó el lugar de la influencia tras bambalinas y se convirtió en el criterio clave para los aspirantes a embajadores. El abogado de Richard Nixon puso una etiqueta con un precio explícito para una embajada, 250.000 dólares para Costa Rica y luego negó haberlo hecho ante un gran jurado. Uno de sus donantes designados, Vincent de Roulet, llamó a sus anfitriones jamaiquinos “idiotas” y “niños”.

Los intentos de De Roulet de proteger los intereses estadounidenses en lo que respecta al uso de la bauxita mediante la amenaza de interferir en las elecciones jamaiquinas no fueron bien recibidos por el gobierno anfitrión. En 1973, Jamaica lo declaró persona non grata; renunció de manera deshonrosa.

El presidente Jimmy Carter intentó reformar el sistema y prometió establecer un proceso basado en el mérito y supervisado por una junta de selección bipartidista y el Congreso hizo otro intento de limitar los nombramientos políticos con la Ley del Servicio Exterior de 1980. Sin embargo, el sistema de pago a cambio de una embajada continuó, estimulado por los costos de las campañas electorales y las aspiraciones de los ricos.

William A. Wilson, un viejo amigo y patrocinador de Ronald Reagan, se convirtió en el primer embajador de Estados Unidos en el Vaticano, un puesto que mantuvo hasta 1986, cuando salieron a la luz informes de su encuentro no autorizado con el dictador libio Muamar Gadafi, quien se burló de la política de la Casa Blanca.

George Tsunis, otro acaudalado hotelero, recaudó 1,3 millones de dólares para la campaña de Obama y lo nominó como embajador de Noruega. Tsunis demostró conocer tan poco del país en su audiencia de confirmación que el Senado se reservó más de un año para anunciar si lo confirmaba para el puesto. Tsunis acabó por rendirse. Otros tres patrocinadores de Obama que pasaron el proceso de confirmación para otros nombramientos renunciaron en medio de informes mordaces sobre su gestión emitidos por el inspector general del Departamento de Estado.

Durante la presidencia de Trump, el inspector general ha informado sobre las acusaciones de comentarios racistas y sexistas de Woody Johnson, un donante de millones de dólares que se convirtió en embajador en el Reino Unido. Según se sabe, Jeffrey Ross Guntner, el donante convertido en embajador de Trump en Islandia, quería gestionar la embajada a distancia, desde California, durante la pandemia de coronavirus. Kelly Craft, la actual embajadora ante las Naciones Unidas, pasó más de 300 días viajando fuera del país durante su breve gira por Canadá como donante convertida en embajadora.

El presidente electo Joe Biden, quien tiene una clara visión de este sistema como el principal demócrata en la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado durante muchos años, ahora tiene la oportunidad de reformarlo. No está claro si lo hará.

Mientras que su principal opositora, la senadora Elizabeth Warren juró que ningún puesto de embajador iría a los donantes o recaudadores de fondos para las campañas electorales, Biden se mostró reacio cuando se le preguntó sobre el tema a principios de este mes y solo dijo que él “nombraría a las mejores personas posibles”.

El senador demócrata de Virginia Tim Kaine apoyó un proyecto de ley que requeriría que los aspirantes a embajadores revelaran su conocimiento del país y sus habilidades lingüísticas en detalle, junto con cualquier contribución política individual o conjunta otorgada durante los 10 años anteriores al nombramiento.

Los embajadores son responsables de cientos de servidores públicos y participan en casi todos los aspectos de la política estadounidense dentro de las fronteras de su país anfitrión. “¿Querría usted que un colaborador de la campaña fuera el capitán de un portaviones?”, preguntó Jett, escritor y funcionario retirado del Servicio Exterior de Estados Unidos. “Obviamente no. Es un asunto de seguridad nacional”.

Más allá del riesgo inherente de dar un trabajo tan delicado a cualquiera que no sea el candidato más competente, la práctica de nombrar donantes desmoraliza al servicio exterior, desperdicia oportunidades de desarrollar futuros líderes y presenta al mundo un rostro cínico.

Es una práctica particularmente peligrosa si, por ejemplo, en el caso de Trump sirve para reformular la política exterior como un conjunto más contingente de acuerdos en los que no hay vínculos permanentes, solo intereses.

Tal vez hubo una vez un tiempo en que las alianzas estadounidenses eran lo bastante fuertes como para soportar a unos cuantos Sondlands, pero eso es mucho menos cierto hoy que hace cuatro años. Si Biden se toma en serio la restauración de la postura de Estados Unidos en el mundo, debería confiar esa tarea a profesionales.

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