Cuatro años de impunidad

Más que una columna de opinión, hoy hago un recuento fáctico. Cuatro años han transcurrido desde que Juan Manuel Santos y las FARC le impusieron al pueblo colombiano un acuerdo que supuestamente traería paz. Pacto sí hubo, todos nos enteramos pues bastante espectáculo hicieron, pero aun seguimos esperando que la verdadera paz llegue a los campos y ciudades de Colombia.

En ese momento engañaron al país diciendo que ese acuerdo de ‘paz’, era el primero en el mundo que cumplía los estándares del derecho internacional, en particular los imperativos del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional. Pues la verdad es otra.

El primer acuerdo que alcanzó esto es el reflejado en la Ley de Justicia y Paz de 2005, cuya piedra angular es una pena penitenciaria alternativa de entre cinco y ocho años y la imposibilidad de participar en política. En contraste, la paz santista concedió impunidad a los responsables de crímenes atroces, quienes hoy pontifican sobre la justicia, los derechos humanos y el futuro de la nación desde el Congreso de la República, gracias a las curules pactadas con el nobel, ya que en las urnas ni siquiera superan el umbral.

Imposible no recordar que la autodenominada ‘sociedad civil’ criticó sin compasión la Ley de Justicia y Paz, porque el Presidente de turno era Álvaro Uribe, pero defendió con vehemencia la falsa paz de Santos porque los beneficiarios eran guerrilleros.

Con tal de firmar las casi trescientas páginas de concesiones a las FARC, obtener aplausos en Oslo y llenar su ego trivial, el exministro de Defensa -que llegó a la Casa de Nariño con votos prestados- justificó la violencia de un grupo considerado terrorista por las principales democracias del mundo en supuestas ‘causas objetivas’ y una inexistente ‘guerra civil’.

Porque Colombia, la democracia más estable de América Latina incluso cuando ésta era la tierra del golpe de Estado, no estaba dividida sino amenazada por el narcoterrorismo que, como todos los terrorismos, invocaba discursos justicieros y pregonaba narrativas que romantizan la violencia.

Para suscribir la paz habanera, a la Fuerza Pública le prohibieron erradicar cultivos ilícitos y le ordenaron proteger a sus verdugos. En lugar de respaldarlas y rodearlas, a las Fuerzas Militares y de Policía les exigieron fortalecer a quienes luego les dispararían. Claramente, hubo cosas en las que no pensaron los muy bien remunerados asesores de la paz santista con miles de millones del erario, mientras que otros sabían muy bien lo que hacían.

Sin haber sido elegida, sin mandato ciudadano, sin respaldo democrático, la mesa de La Habana, ayudada por mayorías parlamentarias, actuó como solo puede actuar una Asamblea Nacional Constituyente: la Constitución Política fue reformada y la agenda del país fue decidida por más de una década.

Tras el plebiscito de 2016, en el que el NO ganó por más de 6.400.000 votos, Juan Manuel Santos ordenó una renegociación artificial con quienes lo derrotaron en las urnas. Quienes votamos NO y vencimos en esa cita electoral fuimos timados porque la esencia de impunidad del acuerdo nunca fue alterada.

El nobel escogió la humillación y recrudeció la violencia. Y, como dijo Miguel de Unamuno: “venció, pero no convenció”.

Y no convenció, no convence y no convencerá porque Iván Márquez, Jesús Santrich, Romaña, El Paisa y compañía nos siguen desafiando; porque 200.000 hectáreas sembradas con coca, disidencias de Farc, un ELN envalentonado y carteles empoderados que matan colombianos en Cauca y Nariño, en el Bajo Cauca antioqueño y el Sur de Córdoba, en el Catatumbo, son herencia de quien se hizo Presidente defendiendo ideas en las que no creía; porque las Farc, pese a haber prometido decir la verdad y reparar a sus víctimas y gracias a las contemplaciones de la JEP -un tribunal hecho a su medida- usan eufemismos para referirse al secuestro, trivializan el reclutamiento de niños, matizan su responsabilidad en asesinatos, culpan a toda la “sociedad” por la violencia sexual provocada por sus integrantes. Y entretanto, las víctimas siguen esperando ser reparadas, conocer la verdad verdadera -no la verdad fariana- y ver que sus victimarios, en vez de ser presentados como prohombres y estadistas, rindan cuentas por fin ante la justicia.

Todo lo que advertimos a los colombianos sobre los riesgos y las verdades del famoso acuerdo, se cumplió. Hoy, lo que tenemos es impunidad; hoy lo que tenemos son un sinnúmero de incumplimientos de las Farc, que duelen y amenazan nuestra democracia. Además de la justicia, verdad, reparación, y no repetición, que no ha habido, nos quedamos esperando las rutas del narcotráfico, los bienes, la totalidad de las armas, la verdad sobre los menores reclutados, los asesinatos y las violaciones sexuales cometidas.

Ante una burla tan grande al país, este acuerdo no ha traído paz, ni perdón ni reconciliación, mucho menos justicia. E irónicamente, Iván Duque y las mayorías del Centro Democrático, elegidos por las mayorías colombianas para enmendar el entuerto, son vilmente acusados de ‘enemigos de la paz’. Sin embargo, no cederemos en nuestro empeño de reclamar lo evidente: no hay paz duradera sin verdadera justicia.

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