Robinson Castillo

Comunicador Social-Periodista de la Universidad Autónoma del Caribe de Barranquilla, con Maestría en Comunicación Política de la Universidad Externado de Colombia y Consultor internacional en Comunicación Parlamentaria. Columnista, escritor y convencido de la acción mediática reiterada, como método esencial del posicionamiento de marcas.

Robinson Castillo

De la ausencia física a la presencia espiritual

Ninguna mamá se va para siempre. Mi madre no era de lágrima fácil, su temperamento forjado desde la adolescencia, impulsada por un hogar que conformó mucho antes de tramitar la cédula, la convirtieron en una luchadora sin tregua, obstinada y jamás tiró la toalla.

Siempre se levantaba antes que saliera el sol. Le madrugaba a la vida y posteriormente la vida le madrugó a ella. Su timbre de voz era enérgico y nunca hubo necesidad de adquirir un reloj despertador para iniciar las jornadas laborales, domésticas y escolares para sus hijos.

Jamás se le notaron sus cinco partos. Emprendió toda serie de trabajos y junto a mi padre, se esforzó al límite para entregarnos una formación profesional a todos. A pesar de su temple, lo que más le sobraba era una sonrisa permanente, que conservaría hasta sus últimas horas.

Fue pionera en nuestro pueblo de los picós, las inmensas máquinas de sonido que retumban hasta hoy en cualquier baile en la costa caribe. Uno de ellos se llamó El Deportivo y éste fue reemplazado por El Sonero Mayor, que por muchos fueron protagonistas en la Kazeta El Alacrán, después se dedicó a un almacén de calzado y ropa. Toda una boutique en Aracataca.

Aunque era de menuda figura, no sé dónde le cabía tanta empuje y energía. Las primeras canas jamás aparecieron, sus ojos fueron los más vivos y despiertos que he visto. De esta mujer indomable, tuve la fortuna de nacer.

En nuestra natal Aracataca, el agua potable faltaba de forma cotidiana. En mi condición de hijo mayor, mi mamá me encomendó por muchos años, la tarea de acompañar a mi padre en su vieja Ford roja modelo 66, a buscar agua a la acequia, un desvío de las aguas del río, heredadas hasta hoy por la bonanza bananera y en especial de la United Fruit Company.

Era imposible no contar con agua en las albercas. El calor del pueblo no tiene que envidiarle nada a unas brasas ardientes, sus 40 grados bajo sombra no permiten una tregua con la sed. Allá todos hacen siesta a medio día, como medida de choque contra el sol en llamas que se posaba en Aracataca. Y la tinaja jamás estuvo seca.

Mi mamá también tuvo la buena fortuna de brindarnos la compañía de mascotas. Un perro nunca nos faltó, Júpiter, Yander y Kiny, fueron los que más recuerdo. Sabía mi madre distribuir bien sus emociones entre  hijos y esposo. La ternura de su carácter.

Otra imperdible costumbre era la de sentarse en la terraza de la casa, a esperar la llegada de la noche, rogar para que alguna brisa tuviera consuelo tras el avasallante calor y matar mosquitos. Todo el que pasaba por la calle la saludaba con confianza plena: ¡Hola Mari! Y si mi papá no estaba, salúdame a Franco.

Mientras por mi alma atraviesan estos recuerdos, perturbado por la ausencia física de mi madre, admito que mantengo una relación muy espiritual con ella, pues tengo la certeza cierta, que ninguna mamá se va para siempre.

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Robinson Castillo
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