Las denuncias que se han venido conociendo sobre abuso sexual contra mujeres y niñas dan cuenta de la magnitud y del nivel de silencio e impunidad que ha tenido este delito durante años. Reducir este fenómeno debe pasar por profundos cambios. La inacción y la indiferencia deben dejar de ser opciones.
De 98 mil casos de este tipo de violencia denunciados en 2019, un poco más de 22 mil correspondieron a violencia sexual. Las cifras sobre el tema son alarmantes. Un informe realizado por la Revista Semana, con base en estadísticas del Instituto de Medicina Legal, mostró que a mayo de 2020 se han realizado 7.544 exámenes médicos por presunto delito sexual, de estos 6.479 fueron practicados a menores de edad. 46,3% correspondían a niñas de 10 a 14 años. Entre esos casos había 136 indígenas y 166 mujeres negras.
Durante años se ha hablado de los abusos perpetrados por grupos al margen de la ley, sin embargo, la violación de la niña indígena en Risaralda por parte de soldados expuso un tema que era un secreto a voces: que los grupos que están dentro de la legalidad también han cometido esos delitos. Según investigación de Daniel Pardo para la BBC, con relación a grupos armados, entre 2008 y 2015, se registraron 623 casos de abuso sexual. De ellos, 30% habrían sido cometido por paramilitares, 18% por guerrillas y 7% por militares. El comandante de las fuerzas militares, Eduardo Zapateiro, informó que la institución investiga 118 casos de abuso sexual ocurridos en los últimos cuatro años; 104 investigados han sido retirados de sus cargos. El abuso sexual ha sido una de las armas, que tanto los militares como los grupos irregulares, han utilizado en el conflicto.
La visibilización y particularización de casos de violación por parte de grupos armados, la figura de “poder” asociada a la intimidación y al abuso, y la agresión sexual contra menores son hechos recurrentes frente a los cuales, ni la sociedad ni la justicia tienen una respuesta.
Según investigadores como Ariel Ávila, la firma del Acuerdo de Paz le ha quitado esa cierta “inmunidad” que les daba a los miembros del ejército el hecho de ser quienes defendían la patria de un enemigo común. Denunciar era una opción muy difícil para sus víctimas en ese contexto. Era atentar contra la democracia. La posibilidad de acción, o incluso de que les creyeran, era mínima. Este tipo de abuso era frecuente pero invisible. El nuevo escenario que atravesamos hace que se haya disminuido el miedo y se conozcan más casos.
Así lo expresa la periodista Manary Figueroa que relató a una periodista de Caracol Noticias un caso de violación de la que fueron víctimas ella y su madre hace 25 años en Arauca. Según su testimonio, cuando su madre llegó a denunciar fue evidente que al mencionar al ejército la reacción fue de incredulidad y desinterés. Afirma que “cuando ella manifiesta que los perpetradores fueron militares todo el mundo está a la defensiva, a la negativa y les parece algo difícil de aceptar y cambia completamente el comportamiento o el trato hacia la víctima… cuando son militares no nos creen”.
Además de la obligación de reconocimiento de los abusos, de verdad y de justicia para las víctimas, en el ejército quedan pendientes otros desafíos que exigen voluntad institucional para tratar de generar un cambio. Para Ávila, es necesario revaluar la doctrina que se imparte en el ejército, crear un currículo mucho más estructurado y no sólo cursos sueltos sobre género y derechos humanos (el aprender un discurso no necesariamente cambia la conducta de algunas personas), modificar el proceso de reclutamiento y fortalecer los procesos de control interno.
La alarmante impunidad que también se presenta para los casos de abuso infantil es un asunto por tratar. Sólo en Bogotá se encuentran datos como que “… Entre 2012 y 2018, la Secretaría de Educación de Bogotá ha destituido a veinte docentes por delitos relacionados con abuso sexual hacia estudiantes, a pesar de que, en el mismo tiempo, según Medicina Legal, en Bogotá se reportaron 215 casos”, revela una nota de El Espectador. ¿Qué esperar de otras zonas del país?
La plenaria del Senado aprobó el proyecto de acto legislativo que consagra la prisión perpetua para los asesinos y violadores de niños, niñas y adolescentes. Esto implica una reforma al artículo 34 de la Constitución. Para varias organizaciones el acto es inconstitucional. Ximena Montaño y Nicolás Martínez hablan sobre temas como el impacto en el hacinamiento carcelario, pero, sobre todo, mencionan que no hay evidencia que demuestre que esta decisión garantiza la protección de los menores. Los agresores podrían, incluso, recurrir a delitos más graves para evitar la pena perpetua.
Todo indica que la cadena perpetua impactará poco en las reales causas del abuso contra menores. Está claro que el problema no se soluciona solo con medidas punitivas, sino trabajando en aquellas falencias que se presentan en temas como las líneas de atención para las víctimas y asegurando el acceso a la justicia. Es fundamental hacer grandes (y difíciles) cambios en nuestra sociedad, en las actitudes indiferentes y discriminadoras frente a víctimas de abuso, en las estructuras de las fuerzas que están creadas para proteger y no para atacar a los civiles. Ya no pueden ser “normales” las conductas de acoso. El sistema de cuidado a la infancia y sistema educativo deben proteger de verdad a la niñez y deben ser capaces de formar con enfoque de género y de respeto por la diferencia. Evidentemente hay mucha resistencia a iniciar esas modificaciones, pero hay que seguir insistiendo en ese objetivo.