Alexander Velásquez

Escritor, periodista, columnista, analista de medios, bloguero, podcaster y agente de prensa. Bogotano, vinculado a los medios de comunicación durante 30 años. Ha trabajado como reportero para importantes publicaciones de Colombia, entre ellas El Espectador, Semana y El Tiempo. Ha sido coordinador del Premio Nacional de Periodismo CPB (ediciones 2021, 2022, 2023). Le gusta escribir sobre literatura, arte y cultura, cine, periodismo, estilos de vida saludable, política y actualidad. Cree en la vida después de la muerte, uno de sus temas favoritos. La lectura y caminar una hora diaria mientras escucha podcast son sus pasatiempos favoritos. Escribe su segunda novela.

Alexander Velásquez

El Niño Dios (no) tiene la culpa

Siempre he creído que es más feliz aquel que regala que el regalado. A mí me produce una felicidad difícil de explicar esa cara de atolondrada que pone la gente mientras vuelven trizas el papel regalo o la bolsita. Los más felices son los niños: después del envoltorio, lo siguiente que quieren destrozar es el juguete. Los juguetes son para eso: para desbaratarlos porque es la manera como el niño empieza a descubrir de qué está hecho el mundo. Bueno, ya de adultos comprobaremos que el mundo siempre ha estado descompuesto. Por eso, me parece un atentado regalarles ropa en vez de juguetes, como si un par de medias o la pinta más fina reemplazara ese carrito o esa muñeca que son parte de nuestra biografía  infantil.

No defiendo el carácter comercial y mercantilista de la Navidad. Defiendo el derecho a una infancia lúdica. Sepan que todavía tengo el trauma de los ocho cuando ansiaba una pista de carros y recibí unos bonitos calzoncillos porque “esos me iban a servir más”, dijeron. Dentro de su infinita inocencia, un niño podría ir empeloto por la vida pero no sin sus juguetes. Un adulto incompetente no lo entendería.

Me tocó esperar a ser grande para tener mi carro y ahora me preocupan los impuestos y me enerva el pico y placa; así que tengan cuidado con lo que desean. Pero no he cambiado de opinión: vestir a los hijos es obligación de los papás; los regalos son cuento aparte. Y no sean como un amigo que cada año le regalaba una muñeca a su hija y cuando nos invitaba a celebrar cualquier vaina, mostraba con orgullo la colección, cuidadosamente dispuesta con todo y cajas en repisas sobre la pared donde la pequeña no pudiera alcanzarlas, porque le estaba enseñando que debía cuidarlas. ¿Así o más pendejo mi amigo?

Me pregunto si aquella hija frustrada siguió los pasos del papá. Recuerdo que al calor de unos vinos decembrinos sonreí de manera hipócrita para no perder la amistad… pero la amistad se refundió en uno de los tantos trasteos que uno hace en el transcurso de la existencia. En todo caso, con o sin juguetes, hay que llenar a los niños de amor y vigilar que nadie les haga daño.

También se refundieron las buenas costumbres navideñas. Ya nadie regala tarjetas de navidad, ni hablar de natilla y buñuelos; culpan a la inflación, pero sospecho que nos volvimos tacaños y pusimos en modo avión el espíritu navideño. Antes se ofrecían vino y galletas en el vecindario; hoy escasamente nos saludamos. Somos antichéveres, se necesita un exorcismo para sacar ese Grinch que llevamos dentro. Yo recomiendo algo más sencillo: leer Un cuento de Navidad, de Charles Dickens (publicado el 19 de diciembre de 1843) o ver la adaptación que estrenó Netflix este 2022. Los fantasmas de las navidades pasada, presente y futura nos dan una lección acerca de la generosidad. Observémonos en el espejo a ver qué tanto nos parecemos al viejo Ebenezer Scrooge.

Relata el escritor inglés:

¡Ay, pero qué agarrado era aquel Scrooge! ¡Viejo pecador avariento que extorsionaba, tergiversaba, usurpaba, rebanaba, apresaba! Duro y agudo como un pedernal al que ningún eslabón logró jamás sacar una chispa de generosidad; era secreto, reprimido y solitario como una ostra. La frialdad que tenía dentro había congelado sus viejas facciones y afilaba su nariz puntiaguda, acartonaba sus mejillas, daba rigidez a su porte; había enrojecido sus ojos, azulado sus finos labios; esa frialdad se percibía claramente en su voz raspante. Había escarcha canosa en su cabeza, cejas y tenso mentón. Siempre llevaba consigo su gélida temperatura; él hacía que su despacho estuviese helado en los días más calurosos del verano, y en Navidad no se deshelaba ni un grado”.

 

Si el dinero escasea, repartan abrazos que son gratis. En la calle hay miles de personas esperando de nosotros una sonrisa, un trato amable, un saludo. No nos hagamos los locos. Están ahí, son de carne y hueso también. Cada día trae motivos para ser magnánimos. Ser generoso no es dar el plato de comida que no queremos cuando ya estamos saciados. De dónde vengo yo, de la crianza humilde de unos abuelos que apenas hicieron la primaria, nos enseñaron a quitarnos el pan de la boca. Ah, y en la fiesta de la empresa, cuídese de las habladurías. Si los tragos le dominan, mejor guárdese. Hagamos idioteces donde no nos vean. Otro día hablaremos de estos personajillos.

La gente vive enojada con el Niño Dios por no traer lo deseado. Sean considerados: el pobre, aparte de que nació en un humilde establo, todavía no sabe leer. Intenten con un audio por WhatsApp o hablen directamente con Papá Noel. Pero no le digan a los niños que Santa Claus son los papás de uno, porque ese es otro crimen contra la Navidad. Negar a Papá Noel es como negar el Polo Norte, un lugar real que se reconfiguró en nuestra imaginación (en parte gracias a Disney y en parte gracias a una famosa marca de gaseosas).  De alguna manera estos mitos ayudan a explicar lo inexplicable. Nadie tiene derecho a matarles ese pedacito de la infancia a los demás. La vida misma se encargará de demostrarnos que la adultez era una trampa y que ser niño, cuando se vive rodeado de amor, es el sitio seguro de donde no debimos salir jamás.

El escritor colombiano Jairo Aníbal Niño lo poetizó:

Usted
que es una persona adulta
– y por lo tanto sensata,
madura, razonable,
con una gran experiencia
y que sabe muchas cosas,
¿qué quiere ser cuando sea niño?”

Sean ustedes el Niño Dios pero regalen cosas que la gente sí use. Hay que ser prácticos para no causar decepciones. Tomen nota: Yo prefiero un bono para libros. Aquí un par de recomendaciones adicionales: Al presidente Gustavo Petro le pueden enviar un reloj despertador, a Vicky Dávila cualquier tratado sobre ética periodística; a Miguel Polo Polo y a Marbelle un pedacito de esparadrapo para que en el Año Nuevo eviten hablar más de la cuenta y a Bogotá regalémosle un alcalde (de cualquier género) que ponga pispa la ciudad, porque últimamente luce fea como esas señoras que salen a la calle con rulos y en pijama.

Haber dicho, como dijo Polo Polo, que "de desigualdad nadie se ha muerto" es negar aún más a esos colombianos que sólo figuran en las estadísticas de pobreza y exclusión, incluidos los niños que fallecen por malnutrición, aunque el inexperto congresista de a entender muy orondo que ser rico y ser pobre son la misma cosa. Es fácil decirlo si uno gana 30 millones de pesos mensuales por salir a los medios a decir lo primero que se le ocurra.

Me pareció bien que a la cantante la hayan obligado a tomar un cursillo sobre derechos humanos (algo que nos vendría bien a los demás), pero el escarmiento será mayor si a ciertos personajes se les restringe el uso de las redes sociales hasta que sepan comportarse. No me imagino a Marbelle en la calle tratando mal a todo el que se le caiga mal. En las redes sociales es más fácil tirar la piedra y esconder la mano. Hagamos la promesa de ser mejores seres humanos en nuestras dos vidas: la real y la virtual. Cómanse una uvita por ese deseo.   

A mis lectores les obsequio una recomendación: léanse el Informe final de la Comisión de la Verdad. Es un documento histórico que todos los colombianos deberíamos leer para entender una guerra demente de seis décadas. Leer los dramas ajenos nos hará más humanos.

Les deseo una feliz Navidad envuelta en una pregunta:

—¿Por qué el Niño Dios nace todos los años y nosotros no? 

Sean como niños y encontrarán una respuesta.  

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