Juan Pablo Manjarres

Joven ibaguereño, ganador del modelo congreso estudiantil de Colombia 2020, ganador del concurso de oratoria y argumentación politica "Jorge Eliecer Gaitán" 2022, estudiante de derecho y un protector de la educación.

Juan Pablo Manjarres

EL SALÓN DE CLASES NO ES UN SPOT DE TIKTOK.

Vivo entre marcadores y códigos, entre preguntas inocentes y principios constitucionales. Y desde esa doble orilla, quiero poner sobre la mesa algo que cada vez se vuelve más incómodo de decir: hay docentes que están dejando de enseñar para empezar a actuar. El aula, ese espacio donde debería florecer la curiosidad y la reflexión, se ha convertido en muchos casos en un escenario para TikTok, y los estudiantes, en protagonistas de contenidos pensados más para entretener que para educar.

Esto no es una exageración, es un síntoma. Basta con navegar un par de minutos por redes sociales para ver a maestros que, en lugar de reflexionar sobre su práctica pedagógica o promover pensamiento crítico, se filman mientras hacen bailes coreografiados con sus estudiantes, graban sus reacciones, monetizan su imagen o convierten cualquier actividad en un sketch. ¿Y la enseñanza? Bien, gracias. En un país donde más del 50% de los niños no comprende lo que lee, donde hay retrocesos alarmantes en matemáticas y donde la deserción escolar sigue golpeando a los más vulnerables, ¿podemos darnos el lujo de distraernos con la superficialidad?

No se trata de despreciar la tecnología ni de satanizar las redes. Se trata de distinguir entre visibilidad y vanidad. Un docente que usa las redes para compartir saber, para fomentar el pensamiento, para defender la dignidad del oficio, está haciendo algo necesario. Pero uno que las usa para posicionarse como marca, a costa de grabar a sus estudiantes sin una intención pedagógica clara, está fallando ética y profesionalmente. El consentimiento del niño no es suficiente cuando el adulto no está pensando en su bienestar integral sino en su próxima publicación viral.

Además, aquí hay algo de fondo: la exposición de menores no es un Derecho del maestro. Es una responsabilidad que exige cuidado, criterio y límites. El fenómeno del sharenting -cuando los adultos comparten imágenes de niños en redes sin medir riesgos- no es exclusivo de los padres. Hoy muchos docentes están reproduciendo esta lógica, usando el aula como vitrina y al niño como contenido. Eso no es creatividad, es descuido pedagógico. Y es especialmente grave en un contexto donde la cultura digital, si no se forma con profundidad, puede convertirse en otro escenario más de explotación emocional y simbólica de la infancia.

Los niños no están en el colegio para viralizar a sus maestros. Están para aprender, para fallar, para construir criterio, para crecer con herramientas reales que les sirvan en la vida. Aplaudir al maestro que pone a sus estudiantes a mover la cadera en un reel, mientras no revisa su planeación, es parte del mismo problema estructural que luego criticamos: priorizamos la forma sobre el fondo. Queremos resultados inmediatos, aplausos fáciles, popularidad digital. Pero educar —de verdad— es otra cosa. Es silencioso. Es constante. Es incómodo, incluso. Porque formar no es solo es hacer reír: es provocar pensamiento; y ojo, cuando hablo del hacer reír, soy consciente que las risas son buenas para un proceso de aprendizaje significativo, pero el maestro no es payaso.

Este no es un juicio. Es una alerta. Una de esas que deberían prenderse en rojo cada vez que un niño aparece en redes sin un propósito educativo legítimo. Necesitamos volver al rigor. A la pedagogía con sentido. A la ética docente. El país no necesita más profes influencers: necesita maestros que inspiren sin grabarse, que transformen sin necesidad de mostrarse, que prioricen la calidad sobre la visibilidad. Porque, aunque muchos no lo digan, la educación también puede deteriorarse cuando se convierte en espectáculo.

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