
La inseguridad no solo se mide en tasas de criminalidad, también se fabrica en salas de redacción. En la era de la híperconectividad, el delito se convierte en contenido audiovisual antes de que sea comprendido como fenómeno social. El ciclo mediático transforma un evento aislado en una narrativa omnipresente; el caso excepcional se vuelve la regla en la mente del ciudadano. Esta amplificación no responde a una lógica informativa, sino a una lógica de consumo: más emociones, más clics; más impacto, más audiencia. Así, el miedo deja de ser una respuesta adaptativa ante un peligro real y se convierte en un estado de ánimo inducido, sostenido por algoritmos de distribución y rutinas editoriales que privilegian la espectacularización del crimen.
En el país, esa sobredosis mediática de hechos violentos ha alimentado una percepción social donde el delito parece ubicuo e incontrolable. Aunque los datos muestran tendencias mixtas, la narrativa dominante es una sola: nadie está a salvo. Cada homicidio se convierte en “el nuevo síntoma de una crisis sin fondo”; cada robo grabado en cámara, en la confirmación de que “ya no se puede vivir tranquilo”. El resultado no es una ciudadanía más informada, sino una más ansiosa, más desconfiada y más proclive a respuestas punitivas que no atacan el fondo del problema.
El periodista Barry Glassner, en su obra “The Culture of Fear”, lo sintetizó con crudeza: “en muchas ocasiones, no le tememos a lo que realmente nos puede hacer daño, sino a lo que nos enseñan a temer”. Este fenómeno es especialmente visible en la cobertura del crimen. Los medios eligen qué contar, cómo contarlo y cuántas veces repetirlo, y en ese ejercicio, no solo moldean la opinión pública: la direccionan. Casos excepcionales se presentan como epidemias; anécdotas locales, como patrones nacionales; y datos descontextualizados, como pruebas irrefutables de una crisis generalizada. Se construye así una especie de “miedo editorializado”, donde la verdad fáctica queda subordinada a la eficacia emocional del titular.
Este tipo de tratamiento no es neutro. Tiene consecuencias tangibles: erosiona la confianza en las instituciones, debilita el tejido comunitario y fomenta políticas públicas reactivas. Cuando la indignación mediática marca la agenda, la política de seguridad deja de basarse en diagnósticos técnicos y comienza a responder al clamor inmediato. Se legisla bajo presión, se invierte en medidas vistosas pero poco sostenibles, y se deja de lado la prevención estructural. El resultado es un círculo vicioso: más miedo, más represión, menos confianza.
Además, el sensacionalismo no solo distorsiona la percepción del crimen: también silencia sus causas. La violencia estructural, la exclusión, la desigualdad, la impunidad, la debilidad de la justicia, pierden espacio frente a la fascinación por el detalle morboso del hecho violento. El noticiero no pregunta por qué mataron, sino cómo. No indaga quién falló en prevenir, sino cuántas veces apuñaló. En este escenario, el ciudadano no solo es espectador: es rehén de una narrativa que lo paraliza.
La responsabilidad mediática es urgente. No se trata de minimizar la gravedad del crimen ni de ocultar realidades. Se trata de contar con contexto, con ética, con proporcionalidad. De incluir voces expertas, enfoques pedagógicos, seguimiento a los casos y espacio para el análisis profundo. La seguridad también se construye desde el lenguaje: nombrar bien, jerarquizar con responsabilidad y explicar con rigor es parte del deber de informar.
Colombia necesita medios comprometidos con el país, no con el rating. Periodismo que cuestione, que revele, que conecte causas con efectos. Que entienda que el miedo no es solo un reflejo: es un recurso que debe administrarse con cuidado, y que asuma que su papel no es amplificar el ruido, sino ayudar a comprender el problema.
El llamado es claro: necesitamos una narrativa responsable sobre la seguridad. Una que no sacrifique la verdad por la espectacularización ni la calma pública por la ansiedad comercial. Que entienda que cada titular moldea una percepción, y que cada percepción puede convertirse en política. Porque, como todo imaginario, la inseguridad también se fabrica, y su remedio empieza, muchas veces, por cómo se cuenta.