Vivo entre dos mundos que, aunque distintos, se cruzan más de lo que imaginamos: las aulas y los códigos. Y desde ese lugar, desde mi doble mirada, me atrevo a escribir lo que muchos prefieren callar: estamos convirtiendo a los niños y niñas en espectáculo. No para admirarlos, sino para consumirlos. TikTok, esa red social donde se mezcla lo gracioso con lo vulgar, lo educativo con lo obsceno, se ha convertido en una vitrina en la que la infancia es exhibida sin pudor, sin filtro y, sobre todo, sin conciencia.
El caso de una niña de apenas cuatro años que se volvió viral por sus bailes sugestivos, no es anecdótico ni aislado. Es síntoma de un fenómeno mucho más grande y más grave: la infantilización del deseo adulto y la normalización de la hipersexualización infantil en redes sociales. Esta menor, que ya acumula casi un millón de seguidores, ha sido elogiada por su “carisma” mientras reproduce movimientos coreográficos que, si fueran hechos por una adulta, pertenecerían al universo del erotismo. ¿Dónde estamos poniendo la línea? ¿Desde cuándo la inocencia se volvió un producto para monetizar?
No es exagerado hablar de explotación infantil. De hecho, la legislación colombiana y los tratados internacionales lo dejan claro: cualquier exposición sistemática de un menor de edad con fines económicos, sin su capacidad de consentimiento pleno y en entornos no protegidos, constituye una forma de explotación. Y, sin embargo, millones de niños bailan cada día en TikTok sin más regulación que el número de seguidores o el apetito del algoritmo. ¿Sabías que TikTok, según Common Sense Media, es una de las plataformas más utilizadas por groomers para acercarse a menores? ¿O que la Internet Watch Foundation identificó en 2019 que más del 50 % del material pedófilo en línea está alojado en plataformas abiertas como esta?
Lo veo a diario: niñas preocupadas por su apariencia en pantalla, por aprender el “paso de moda”, por parecerse a sus influencers favoritas. Y lo más alarmante no es solo lo que ven, sino lo que creen que deben imitar. En Colombia, el 44% de los menores entre 5 y 11 años tienen acceso a redes sociales, según cifras del DANE. ¿Y quién los acompaña? ¿Quién supervisa? ¿Quién les explica que su cuerpo no debe ser su carta de presentación, ni su movimiento la fuente de aprobación ajena?
No se trata de satanizar la tecnología. TikTok, como toda herramienta, puede ser una aliada poderosa para enseñar, para crear, para conectar. Pero también puede ser un arma de doble filo, sobre todo cuando el contenido más popular es el más provocador. La lógica de las redes premia lo viral, no lo valioso. Y si no enseñamos a discernir desde pequeños, estaremos formando generaciones que confundan el reconocimiento con la cosificación.
Padres, madres, profes: los niños no son material de marketing ni potenciales celebridades en miniatura. Son personas en desarrollo, vulnerables, con derecho a crecer lejos del lente morboso del mundo adulto. No basta con ponerles un celular: hay que poner límites, acompañar, explicar, estar presentes. Porque detrás de cada like puede haber una mirada que no busca entretenerse, sino consumir. Y eso, en una sociedad con altos índices de abuso sexual infantil, no es un riesgo menor, es una emergencia silenciosa.
No nos escandalicemos solo cuando los medios lo denuncian. Escandalicémonos cuando veamos a una niña de nueve años repitiendo un baile que no entiende, pero que todos aplauden. Escandalicémonos cuando el algoritmo valore más un cuerpo moviéndose que una idea expresándose. Y, sobre todo, actuemos. Porque el futuro digital de nuestros niños no se protege con filtros, sino con criterio, presencia y límites. Que TikTok no sea el espacio donde los derechos de los niños bailan al ritmo del morbo.
Es momento de recordar algo esencial: no todo lo que se puede grabar, se debe publicar. No todo lo que se puede compartir, se debe aplaudir. Y no todo lo que parece gracioso es inofensivo. Los niños no son contenido. Son el presente que deberíamos cuidar, no viralizar.