En Colombia, el dilema entre invertir en defensa o en desarrollo nunca ha sido una cuestión meramente presupuestaria. Es, en el fondo, una batalla entre dos visiones de país: una que cree que la seguridad es la condición previa para el progreso y otra que insiste en que el progreso es la única garantía de seguridad duradera. Durante décadas, el Estado ha apostado casi siempre por lo primero, justificando el alto gasto militar como una necesidad ineludible en un país donde la violencia ha sido la norma y no la excepción. Pero hoy, cuando los grupos armados ilegales han vuelto a expandirse con una ferocidad alarmante, cuando el narcotráfico sigue siendo el principal motor de muchas economías locales y cuando la llamada "Paz Total" parece desmoronarse, la pregunta vuelve a ser inevitable: ¿qué necesita realmente Colombia para salir de este ciclo de guerra y pobreza?
Los números cuentan una historia inquietante. En los últimos años, mientras el Estado ha buscado reducir la confrontación a través del diálogo, los grupos ilegales han hecho lo contrario: han crecido, se han reconfigurado y han consolidado su dominio sobre vastas regiones. El ELN controla corredores estratégicos en el Catatumbo, Arauca y el sur del país; las disidencias de las FARC operan con lógica mafiosa en más de treinta estructuras fragmentadas; el Clan del Golfo ha expandido su poder hasta convertirse en un actor casi paramilitar con influencia en más de doscientos municipios. Allí donde la ley del Estado se debilita, suplantan el orden con su propia justicia, regulando el comercio, cobrando impuestos ilegales y administrando el crimen como una empresa altamente rentable.
Ante este panorama, la reacción instintiva es volver a la militarización, reforzar el aparato de seguridad, multiplicar los operativos. Y, sin duda, hay algo de razón en ello: un Estado que pierde el control territorial deja de ser un Estado. Pero si la historia reciente ha demostrado algo, es que una estrategia basada exclusivamente en la fuerza no solo es insuficiente, sino que muchas veces resulta contraproducente. Desde el lanzamiento del Plan Militar Ayacucho, el Ejército ha intensificado las operaciones en zonas críticas, pero el efecto ha sido limitado. Las guerrillas y bandas criminales han aprendido a adaptarse, a moverse en las oscuridades, a resistir. La ofensiva militar no ha impedido que el homicidio aumente un 12% en los territorios bajo disputa ni que las masacres y el reclutamiento infantil sigan en ascenso.
Pero la respuesta tampoco puede ser un desarrollo sin seguridad. Durante el gobierno de Gustavo Petro, el énfasis ha estado en una negociación amplia con todos los actores armados, buscando una salida política al conflicto. Sin embargo, la Ley 2272 de "Paz Total", que pretendía sentar las bases de un nuevo modelo de pacificación, se ha encontrado con una realidad inevitable: no se puede dialogar con quienes no tienen intención de dejar la guerra. Los recientes fracasos en los acuerdos con el Clan del Golfo y el incumplimiento sistemático del ELN han hecho evidente que, para muchos de estos grupos, la mesa de negociación es solo una estrategia para ganar tiempo y reforzar su poder.
El problema de fondo es que el Estado colombiano sigue sin ofrecer una alternativa real a los territorios que hoy están bajo control de actores ilegales. No basta con enviar soldados si, tras cada operativo, las instituciones no llegan a ocupar el espacio dejado por el crimen. No basta con construir escuelas y carreteras si esas infraestructuras terminan bajo el control de quienes ejercen el poder en la sombra. La solución no es elegir entre defensa o desarrollo, sino construir un modelo en el que ambos factores se refuercen mutuamente.
Esto significa redefinir la inversión en seguridad. No se trata solo de más tropas, sino de mejor inteligencia, de atacar las estructuras financieras del crimen, de cortar el flujo de recursos que permite a estos grupos sostener su guerra. Significa también una política seria contra las economías ilícitas, que no dependa únicamente de erradicaciones forzadas, sino que transforme las condiciones económicas que llevan a tantas comunidades a depender del narcotráfico y la minería ilegal.
Al final, el dilema entre gastar en defensa o en desarrollo es falso. No puede haber seguridad sin justicia social, pero tampoco puede haber justicia social sin seguridad. Un Estado fuerte no es solo aquel que puede imponer su autoridad por la fuerza, sino aquel que es capaz de ofrecer oportunidades reales a su gente. Colombia se encuentra en un punto de inflexión: puede seguir atrapada en un ciclo interminable de militarización y repliegue, o puede replantearse su estrategia desde la raíz, entendiendo que la verdadera victoria contra la violencia no se mide en bajas enemigas, sino en territorios recuperados para la vida civil.
La elección es nuestra. Pero el tiempo para tomarla se está agotando.