Llevo más de 20 días pensando en qué tema elegir para mi columna que no fuera el COVID 19 (coronavirus), las muertes que ha generado, las peleas que ha provocado y el desasosiego en el que mantiene a más de un callejero que, desde los tiempos de rebeldía, hizo caso omiso a su mamá y le tocó aprender a las malas a quedarse en la casa para evitar los peligros de la calle.
Con juicio militar, he explorado las tenebrosas cloacas de las redes sociales, el spam del correo, le he dado más de 40 miradas a mi pequeña biblioteca robustecida por libros periodísticos, pocas novelas, y los ocho títulos de Harry Potter. Además, en su otro extremo, un jurgo de películas de acción y ciencia ficción que he visto y que han marcado un desangre, mínimo, pero desangre, en mis bolsillos.
La otra opción fue lanzarme ‘al sobre’, es decir, ‘enconcharme’ entre las cobijas y, como un experto espadachín, maniobrar los controles del televisor y el decodificador de la empresa de cable que me da chance de renegar sobre la mala programación de los canales de Rupert Murdoch y el costoso servicio de la empresa que algún día le perteneció al magnate Ted Turner.
Igualmente, me mamé de ver por quincuagésima vez la comparación entre Maradona y Messi, las faltas de Sergio Ramos, los hoyos de Tiger Woods, los abrazos de Cabal y Farah, la sacada de mascada de Nadal, las lágrimas de emoción de Federer y el tenebroso halo de esperanza que incita a pensar que James Rodríguez volverá a jugar en un onceno importante y seguirá haciendo pases con la zurda mágica.
Y ni qué hablar del trabajo. El que dijo que el teletrabajo era una maravilla, en mi concepto, se descachó. Está obligatoria labor, mezclada con la cocinadera, lavadera de loza, barredera, trapeadera, recogedera y demás ‘eras’ de la casa generan un cóctel de ansiedad y cuestionamientos a la hora de cumplir las labores del hogar, sin estar acostumbrado a cumplirlas con exigente frecuencia.
Para completar, mi esposa voló lejos y se fue a trabajar a la fábrica de su papá, y mis hijas están enclaustradas en la casa de su mamá al mejor estilo de un monje cartujo, haciendo aseo y acabándose la cabeza con series como Los Reyes y Chepe Fortuna.
En la búsqueda, decidí ‘echar mano’ de la tecnología y entablar conversaciones ‘on line’ con mis amigos, familia, compañeros de universidad, y les agregué algo de elixir que me permitiera, en horas de la noche, desinhibirme y encontrar el diamante en bruto que tallaría como regreso a este espacio de escritura. Las charlas estuvieron buenísimas pero los temas para escribir: escasos.
Prioricé par horarios para hablar o chatear con mi jefe, de temas de trabajo o de lo que se atravesara, pero al hombre también le ha tocado atender esposa, mellos, hija médica graduada, Golden Retriever peludo y una empleada que le da la mano en las tareas de las cuatro paredes ya mencionadas.
Después de tantos momentos de análisis y pensadera llegó la inspiración: decidí no hacer nada, no escribir nada y ganarme un regaño de mi nueva editora; también, abandonar la noble proeza de ‘bajar barriga’ y dejar de lado el uso de las pantalonetas que tengo guardadas para los fines de semana o los paseos.
Listo... Lo logré, me dije… Pero algo faltaba.
Mirando hacia la ventana del apartamento en el que vivo, en el paneo se me atravesó una mancha de color blanco con amarillo, tirando a naranja, que rondaba la normalidad de mi confinamiento y que en ese momento se convirtió en la obviedad de escritura. Tenía la solución a mis males de 20 días y no me había dado cuenta.
Mi esfuerzo por redactar algo diferente estaba rondando mis pies, dejaba mi ropa y mis cobijas llenas de pelos y tácitamente había sido el canal de comunicación entre mis conversaciones, mis refunfuños y mi compañía.
Les estoy hablando, o mejor, escribiendo, de Horacio: un gato brasilero adoptado, de tres años de edad, que come más que plata prestada al 20 % y duerme como una ´pata hinchada’.
Una mascota que llegó por insistencia de mi esposa, caprichos de la vida y con el único objetivo de comprobarme que la rinitis que tiene mi primo Gigio no es mamadera de gallo; el minino trajo a mis fosas una rasquiña constante y miles de estornudos.
Sin tenerlo presente, el animalito se volvió el amigo que saludo cuando me levanto a trabajar y me desplazo de la habitación a la sala. Es el receptor de mis madrazos cuando algo del trabajo sale mal, cuando me quemo fritando un huevo, cuando me pego en el dedo meñique con alguna pata de mesa o silla y cuando frenéticamente destruye el sofá con sus garras, porque seguramente le pican.
El tipo es buena gente. Parece un búho: no habla, pero pone cuidado. Maúlla para exigir su comida, ronronea y vela como un perro porque le gusta el jamón de sanduche; no obstante, prueba dos bocados y no más.
Le he comentado logros, rabietas, dificultades, alegrías y demás situaciones que el estar apartado de los angostillos han suscitado. ¿Qué me dijo? Sus reacciones fueron las de un amigo comprensivo. ¿Qué aprendí con su compañía? Pues que toca llevarla suave, como los gatos.
Es ese el viejo Horacio: el pretexto que me ha permitido despegar en esta segunda temporada de redacción y al que, más que un homenaje, le agradezco con estas letras su compañía y que no me refute nada.
Ahora sí, las cosas están completas. Solo falta volver a la normalidad y esperar a que esto que estamos viviendo no sea el fin del mundo, como lo dijo La Pulla en su más reciente video. Me tocó disfrutar la soledad, para no morirme de tedio; y me tocó quedarme en la casa, para no morirme de terco.
Ya veremos qué pasa, cuando volvamos a la calle…