La historia de Adán y Eva contada de otro modo

Adán (no era aún su nombre) se hallaba dormido, recuperándose de la extraña cirugía gracias a la cual Eva (tampoco se llamaba así), sin saberlo él, salió de una costilla suya. Pese al sueño, empezó a sentir en el suelo una vibración desconocida para él, especial, rara. No tardó en comprender que se debía a los pasos de un ser nunca visto que, sinuoso y decidido, se dirigía hacia él acompañado de una serpiente de cierta longitud. Tal ser tenía una forma parecida a la suya, aunque algunas partes eran distintas, no obstante hallarse cubiertas por unas hojas, las de parra, que se harían históricas, abundantes en el lugar. 

“El primer varón” ni se asombró ni se interesó en el personaje cuando este, afanoso y en silencio, se acerca un poco más y empieza a caminar a su alrededor. Por el contrario, la mira como si fuera un bicho raro y se voltea para el otro lado en su cama de olivo. Con todo, “la primera dama” insiste en avanzar y ello incomoda al caballero, que se levanta y se aleja un poco más, hasta sentarse junto a un manzano, en plena cosecha, cuyo fruto nunca había consumido. Allí, más tranquilo, percibe que Eva camina con cierta gracia (hoy diríamos que “coquetamente”, es decir, con mente coqueta), no obstante lo cual, o tal vez por eso, él se aparta de nuevo unos metros y se acomoda bajo un naranjo. 

Ella se abstiene de seguirlo, pero lo hace con su mirada y toma una manzana, ya rojiza, del árbol y va camino de Adán, a quien se la ofrece a manera de regalo. La rechaza y centra la atención en el reptil, que, misteriosamente (esto es, con mente misteriosa), va tras los pasos de Eva, quien, algo desconcertada y molesta, da un mordisco, el primero de la historia, al fruto que tenía en sus manos y le arroja el trozo al reptil, cerca de sus pies, que lo engulle con gran avidez. Agradecido, el ofidio se le adhiere al cuerpo y en un instante se sitúa alrededor del cuello de Eva, quien impávida, y sin mostrar temor, como si fueran viejos conocidos, lo acaricia con suavidad y afecto, quizás para transmitirle confianza al varón, que, inquieto, poco o nada entendía.

Eva, entonces, lanza al hombre la manzana ya mordida por ella, y observa cómo la fruta rebota en el pecho de aquel y cae a su zona genital. Sin emitir ningún sonido o vocablo, Adán reacciona pronto y la tira lejos de allí con la mano derecha (¿el primer caballero prefería la derecha? Lo responderán los politólogos colombianos). Ello, claro, no fue del agrado de Eva, quien, sin dudarlo y sin protocolo ninguno, desprendió la hoja de parra que cubría su seno derecho (¿antecedente de la futura liberación femenina?) a ver si el vecino se animaba a mirarla. Nada: se mantuvo inexpresivo. Al sentirse retada, retiró la hoja que cubría su seno izquierdo, el del corazón, y quedó atónita al ver que Adán centraba la mirada en la serpiente, pues la cabeza de esta se hallaba justamente sobre el órgano genital de Eva, a quien retira la tercera hoja de parra, lo que permitió a Adán apreciar, en toda su dimensión, la desnudez de la mujer que lo seguía (¿el primer caso de acoso de la historia?).

Más tardó el animal en hacerlo, que Adán en incorporarse y situarse inteligentemente (es decir, con mente inteligente) muy cerca, mucho, de Eva, circunstancia que la serpiente aprovecha para anillarlo también y empujarlo hacia la mujer, en cuyo cuerpo se había enrollado con entera calma, lo que le permitió elaborar una especie de cinturón que les permitiera a ambos, los primeros humanos, unirse, conocerse mejor, bajar las defensas y enseñar sus habilidades.

Lo que pasó luego ya se conoce: los tres (Adán, Eva y la culebra) llegaron a juicio. En sus descargas, el hombre sostuvo que había sido víctima de la malicia de la mujer, quien indicó que también había sido víctima del ofidio por enganchar a Adán y acercarlo audazmente (o sea, con mente audaz). Por su parte, la serpiente arguyó que había actuado según las leyes de su naturaleza, fijadas por quien la había creado.

Como se sabe, a los dos humanos se les condenó a perder el Paraíso para siempre, hecho que empezó a tomar forma cuando volvieron al lugar donde habían trabado relación. Los esperaban unos ángeles de luz, armados con espadas de fuego, que, sin rodeos y cortesías capitalinas, les ordenaron recoger sus pertenencias, les advirtieron que jamás podrían pisar de nuevo aquellos parajes, y les dejaron claro que ellos y sus descendientes de todos los tiempos padeceríamos toda clase de dolores, tragedias, sufrimientos, penalidades, pandemias, etc., por causa de su pecado, el original.

(Aquí, entre nos: ¿ello explicará, entonces, la pandemia del covid-19 que hoy vive la humanidad?).  

INFLEXIÓN. Si la Santa Inquisición existiera todavía, este columnista ya estaría oliendo a carne quemada.

Por: Ignacio Arizmendi Posada

6/6/20

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