La institución que la gente ama odiar

El Congreso de la República es la institución que la gran mayoría ama odiar. Y no es un fenómeno propio de Colombia. La prevención, resistencia y críticas hacia los parlamentos, es un asunto universal. Ninguno se salva. Es un problema de larga duración.

No es una exageración. La crisis de reputación pasa de generación en generación, como una especie de herencia nefasta. Aún así, es el soporte de las democracias, a pesar de la antipatía recurrente.

Por el Congreso pasa el país. Allí se gestan las grandes reformas, para no ir tan lejos, gracias a la aprobación de un proyecto de ley, hoy los colombianos reciben la vacuna anticovid, gratis. Pero estos hechos de tanto impacto social, no mejoran la imagen institucional. No hay corresponsabilidad.

Existe una paradoja en la opinión. Mientras las mediciones de confianza ciudadana, siempre ubican la favorabilidad del Congreso en unos índices no superiores al 25%, algunos legisladores por separado, sí gozan del afecto de la gente. Es una especie de divorcio entre el Senador o Representante a la Cámara y la institución que representan. Al menos esa es la percepción.

El mapa político del país sin excepción, se sienta en todas las curules del Legislativo, con la obligación de hacer las leyes, reformar la Constitución y adelantar el control político. Así se manifiesta un atributo público que todos debemos defender: ser demócratas. 

El Parlamento es la institución suprema de la democracia, la garantiza. Pero su vínculo con la ciudadanía empeora; y las razones son diversas, desde el desconocimiento de la gente de lo que verdaderamente hacen el Congreso, hasta la desconexión de la política en general, que golpea a los congresistas sin filtro y sin anestesia.

La relación de confianza es deficiente. Es otro deporte nacional darle palo al Congreso, dicen algunos. Ante cada nueva crisis, sobran las voces de reforma. Unos piden convertirlo en unicameral, otros reducir el número de sus integrantes y los más extremistas, piden su cierre. 

Me dijo un alto funcionario, si hacemos es malo y si no hacemos es peor. Este sentimiento retrata con certeza lo que ocurre. Pero son muchos los esfuerzos que se pueden emprender para mejorar la percepción y el conocimiento del alcance de las decisiones del Congreso. Hay que promover la comunicación de experiencias.

Es urgente impulsar un Parlamento más abierto. Existen muchas experiencias que dan resultados y pueden ser aplicables y mejoradas en el Congreso nuestro: Más cooperación pública, estrategias de cercanía con las regiones, colegislación ciudadana, apertura de datos, en fin, motivar hasta el cansancio la cultura de la participación. La indiferencia no es una opción.  

La democracia no es el parlamento, pero sin parlamento no hay democracia. A mayor presión de la gente, mejor debe ser la respuesta de nuestros congresistas. Se debe interpretar mejor, la voz de la calle. 

La pregunta incómoda

¿Cómo hacer para reducir la mala imagen de los parlamentos frente a la sociedad?

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