La soledad del futuro

La realidad de nuestros tiempos es cruda y pavorosa. Vivimos días de ira e indignación, cuyos orígenes están inmersos en décadas sin fin de estancamiento social que se traducen en desigualdad, casi nula inclusión, corrupción, desconfianza y falta de oportunidades reales.

Afrontamos más incertidumbres que certezas. Es una especie de tiranía del presente, con la triste resignación de dejar escapar cualquier posibilidad de futuro, es como el fin del mismo. Existe la sensación de que todo será peor.

El sociólogo Zygmunt Bauman, siempre habló de tiempos líquidos y la realidad actual lo refuerza. Todo es inmediatez, los problemas se resuelven a medias y lo que se define como largo plazo caduca con facilidad, apenas dura horas. No se construye futuro.

Lo peor es que los reclamos no son lo mismo para todos. La amargura y la rabia están distribuidas en diferentes sectores: los jóvenes sin esperanza, la salud, la educación, justicia, los abusos de poder y un absurdo etcétera.

Y las protestas son cada vez más desafiantes. En los días recientes el estallido social fue feroz, especialmente en Bogotá con destrucción de CAIs, sistema masivo de transporte, mucha muerte, que combinó también vandalismo y excesos de la Policía. Fue un espectáculo bárbaro.

La pandemia no modificó las intenciones de la gente. Antes de la cuarentena nuestro país atravesaba por todo tipo de manifestaciones, pero ahí sigue el enfado. Es que la ciudadanía como afirma el filósofo Noam Chomsky: “Ya no cree ni en los hechos, si no confías en nadie, tampoco en los hechos”, argumenta el analista.

Y las tácticas son diversas y creativas. En medio del encierro por el virus recordemos la protesta de cientos de profesionales del sector de la salud por falta de pagos y hasta quedó en evidencia la informalidad de muchos de esos contratos y el Gobierno le tocó anunciar una prima como estímulo.

A todo esto, se suma el vandalismo. ¿Quiénes son los autores de este salvajismo primitivo y con qué intención lo hacen? Eso no se puede concluir con precisión, lo cierto es que las protestas, admitidas en nuestra Constitución, no deben tolerar a los enfermizos que arrasan con todo.

La ciudadanía no puede perder lo último que le queda: La esperanza. Es obligación de toda la sociedad, en especial de sus líderes, emprender una verdadera empresa que posibilite recuperar la ilusión de la gente en un mejor futuro, el estado de las cosas como se encuentran hoy, no permite abrazar una posibilidad distinta al desencanto y éste a su vez, engendra protestas, caos y rabia.

Nuestra actual polarización no es de cualquier tipo, es pasional y hasta visceral.  Un país dividido hasta por la opinión ajena, cuando deberíamos ser ajenos a la opinión de los demás, para que comencemos a respetar lo que piensa el otro. Atravesamos algo más aterrador: Un sálvese quién pueda.

Pero insisto, hay que salvar la esperanza y atajar el fin del futuro. Conjurar el desánimo, la ira, los reclamos. Esto requiere de un pacto serio y honesto entre Estado y sociedad. Esta patria agobiada merece como siempre insistió Gabo, una segunda oportunidad.

 Aquí la desigualdad jamás ha otorgado tregua, ojalá el pueblo no se falte el respeto a sí mismo, de lo contrario seguiremos condenados a nuevas desilusiones. No permitan que el futuro los gobierne, gobiernen ustedes el futuro.

La pregunta incómoda

¿Hasta qué punto el senador Gustavo Petro estimula la violencia en las protestas?

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