Por allá a fines del siglo pasado, dos viejos ganaderos de Sincé, cuñados, pero más que eso, hermanos, solo discutían cuando se trataba de negociar entre ellos ganado. Un día uno sintió una palpitación en el pecho y sus hijos lo llevaron a Medellín, como era costumbre en la época. Tras los chequeos de rigor, el cirujano cardiovascular le diagnosticó una condición que obligaba hacerle una cirugía de corazón abierto. Líquido, como en general lo están todos los ganaderos, le prometió al doctor volver unos días después con la “platica”. “Espéreme unas semanas, que yo regreso a mi tierra y vendo unos terneros”.
Ya en su finca, seleccionando a los animales cuya enajenación le devolvería la salud, fue secuestrado. Los perpetradores del acto lo “pasearon” por todo el país y sus hijos, contrariando la voluntad de su padre, pagaron su rescate con los mismos y muchos más terneros que él había escogido para pagar su cirugía.
El hombre regresó a su casa furioso, y cuando algún indiscreto le preguntaba por su viaje a Medellín, guardaba silencio. Una mañana reunió a su familia para decirle que no se operaría. A partir de entonces, permaneció acostado en una hamaca, de esas que nuestros artesanos hacen en Morroa, solo mirando el techo. Su sistema inmunológico arrodillado se contagió de una enfermedad infantil, y falleció. Como el país de esa época se murió el viejo ganadero: arrugado, deprimido, sin esperanza y meciendo en una hamaca su tristeza.
La noticia de su muerte golpeó estruendosamente a su amigo y, más que eso, su hermano, quien vivía en Montería. Hubo de encontrarle un significado a su propia vida, y lo encontró en el puente Segundo Centenario de Montería. Todas las tardes, sin falta, asistía guiado por el conductor de años de su casa, a presenciar el desarrollo de la obra de ingeniería. Analizaba con detenimiento cada avance, cada guaya, cada pivote. Luego de su interventoría visual regresaba a su tertulia de pueblo y sus contertulios bromeaban al respecto. En especial, vaticinándole que él mismo no vería la culminación del puente, y que solo lo harían sus nietos o quizás sus bisnietos. El hombre siempre les respondía: “Uribe lo va a lograr”.
Por cierto, el puente está en dirección opuesta al Ubérrimo, aunque el imaginario esquizoide de sus malquerientes lo pinta hacia la trinchera moral del líder en el corregimiento de El Sabanal. Durante el año 2006 el puente se inauguró. El viejo lo cruzó con curiosidad y asombro infantil, para volver después de diez años a su finca, de donde lo había espantado la guerrilla delincuencial.
Con sus pupilas plenas, la corteza visual de su cerebro fatigada y con la cámara del corazón debilitado, tomó las últimas fotos de su tierra. Esas imágenes lo acompañaron hasta el día en el que falleció rodeado de sus seres queridos.
Cuando me preguntan acá y en el exterior qué es la seguridad democrática, sin titubear refiero la historia de estos dos ganaderos, la cual condensa su significado. Porque la seguridad democrática es el derecho fundamental que tiene el colombiano de vivir y envejecer dignamente. El derecho de recuperar el privilegio de morir de muerte natural al lado de los suyos, por quienes se ha trabajado toda una vida. Presidente Uribe: gratitud infinita por habernos despertado y recuperado ese derecho.
Hay algo que cautiva especialmente del presidente Uribe, y eso es su cercanía con la gente. Para Uribe todo es importante. Puede hablar de los grandes problemas de la patria en la mañana, conversar con los líderes mundiales al mediodía, y en la noche orientar al amigo septuagenario de Montería que viste como coca-coló con la ilusión de así encontrar pasiones juveniles. Le aconseja sobre las imprudencias de los amoríos calentanos tardíos. Por eso no me extraña que en los sitios donde coincidimos siempre haya quienes quieren tomarse –y me perdonan el anglicismo– una selfi a su lado.
Cuando ha estado en nuestra finca, lo primero que ha hecho es departir una charla con los trabajadores, y preguntarles por los caballos y cómo los cuidamos, y a la final termina él dándoles una cátedra. Los invitados saben que para él –para nosotros– primero siempre, antes que nada, los trabajadores. Para tener magnetismo universal hay que ser una buena persona y tener cromosomas de buena calidad bioquímica.
Álvaro Uribe Vélez es de una simplicidad campesina arrolladora. La etiqueta ceremonial no existe en su manera, pero el abuelo cómplice permanece en las circunstancias. Hace poco, montó en horas de la noche un brioso caballo solo para entregarles personalmente pizza a sus nietos: “Llegó a caballo el repartidor”, les anunciaba. Ese es el talante del colombiano sin lugar a dudas más importante de los últimos 30 años.
Transitar por la política es comprar tiquetes para la feria de las ingratitudes. Con todo, nunca le he escuchado a Álvaro Uribe un comentario ácido sobre sus contradictores. Crítica, sí, y vehemencia frontal en la defensa de sus ideas. Su pasión son la dialéctica y su familia, de la cual es el más aguerrido defensor.
En enero, en una tertulia cerca del Sinú, me preguntó por la pandemia. Entonces mi formación médica no alcanzaba a dimensionar la magnitud del problema que se me antojaba aún lejano, y era quizá la epidemia estacional de la influenza el comportamiento epidemiológico que anticipaba. Hoy recuerdo su ceño fruncido expresando preocupación cuando me abordó.
Sin duda una de las características del liderazgo de Uribe es su factor predictivo. Ese olfato especial que se agudiza cuando se trata de anticipar las situaciones de peligro para la salud de la patria. Por eso lo desvela el efecto tóxico que sobre el cerebro produce la adicción a las sustancias psicoactivas. Está empeñado, como yo, en proteger el cerebro de nuestros jóvenes. Coincidimos en querer cuidarlos y mantenerlos mentalmente sanos para que pueden continuar construyendo esta patria.
Álvaro Uribe Vélez tiene unos imperativos éticos inamovibles. Acabar con la narcoguerrilla es uno de ellos. Sin titubeos, la fuerza del Estado debe perseguirla porque de lo contrario nos llevará –como a aquel ganadero de Sincé–, a mecernos por inercia en el chinchorro de la tristeza y de la desolación.
Los recuerdos se confunden con la nostalgia. En una época libre de celulares, redes sociales y otros adelantos tecnológicos, un comprador de caballos que necesitaba un buen semental llamó a un reconocido finquero. Por teléfono le pidió: “Pínteme (descríbame) al caballo”. Empezó el vendedor: “El caballo es nuevecito, lindo grueso, cabidelgadito. Con unas orejitas lindas, trota, trocha, galopa, brioso, pueden montarlo las señoras, con esa cola como un pavo. Con bríos, pero noble”.
Cuando un amigo que había escuchado la conversación le preguntó. ¿Vendió el caballo?, este le respondió: “Lo pinté tan bien, que lo dejé para mí” ¿Recuerda, Presidente, esta historia del vendedor y su protagonista? Se trataba de su padre, Don Alberto Uribe, uno de nuestros ganaderos mártires. Usted tiene que seguir pintando esta patria. La que queremos y soñamos. La del Estado comunitario, la de la justicia y la de la cohesión social.
Cuando mi esposa, María Stella, escuchó la injusta sentencia de la Corte, soltó esta frase: “Arriba está Dios para abajo mira. La verdad, tarde o temprano, prevalece sobre todas las cosas.” Tiempos difíciles nos esperan, pero estarán inspirados en su inocencia y sus postulados, así que los superaremos.
Y desde el Sur del Continente, cruzando los Andes, evocaremos y cantaremos esas bellas palabras de Mario Benedetti que llegan al espíritu y que permiten pintar cualquier momento de la vida:
No te rindas
Aún hay fuego en tu alma,
aún hay vida en tus sueños,
porque cada día es un comienzo,
porque esta es la hora y el mejor momento,
porque no estás solo
porque nosotros, Presidente,
¡Le acompañamos y le queremos!