Esta semana, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, anunció la creación en su país de una “ciudad bitcoin” impulsada por un volcán y financiada en parte por una emisión de 1.000 millones de dólares de deuda soberana respaldada por la criptomoneda. Todo lo que tiene que ver con las criptomonedas me parece misterioso y apasionante; desde que conocí el nacimiento de este fenómeno espero cualquier cosa, y ya nada me extraña. Bukele, sin embargo, ha conseguido sorprenderme al anunciar semejante hito en historia del país centroamericano con un sombrero vueltiao en la mano.
El bitcoin, como seguramente ustedes saben, nació en 2010 cuando alguien en un foro ofreció pagar 10.000 bitcoins a quien le diera a cambio dos pizzas; si, dos obleas hechas con masa de harina, algo de queso, tomate, chorizo etc. Aquella transacción histórica hoy podría valer 50 o 60 millones de dólares, no lo sé bien porque me pierdo en las cifras mareantes que manejan quienes conocen de este asunto.
La cosa es que lo de Bukele comparándose con Alejandro Magno, al tiempo que blandía aquel sombrero procedente del Valle de Upar, me pareció excesivo. “Si queremos que el bitcoin se extienda por el mundo, deberíamos crear algunas Alejandrías”, dijo el mandatario salvadoreño al tiempo que ponía la primera piedra (aunque en este caso habría que hablar del primer “token”) de una ciudad impulsada por la fuerza de un volcán, con la mala fama que tienen en estos días esos fenómenos de la naturaleza.
Por otra parte, esta misma semana, la comisión de regula las operaciones bursátiles en España reprendió al ex jugador de la selección nacional de fútbol Andrés Iniesta, por promover inversiones en criptomonedas en una red social. La Comisión Nacional del Mercado de Valores, como se llama allí esa entidad, recordó al futbolista, que tiene más de 25 millones de seguidores en su cuenta de Twitter, que las criptomonedas son productos no regulados que comportan “riesgos relevantes”.
Como se ve pues el asunto tiene partidarios y detractores. Algunos a muy alto nivel, como el gobierno chino que en noviembre las prohibió tajantemente. Y cuando los chinos se ponen serios, mejor no tomárselo a la ligera. Fue prohibirlo Pekín y perder el bitcoin 20 por ciento de su valor. No solo eso, los “mineros” chinos, como se llama a los operadores de las criptomonedas, emprendieron la desbandada y, ¿a dónde fueron a parar? A Rusia…, Venezuela y Paraguay. Bueno, también a Kasakhistán y Estados Unidos, pero no me negarán ustedes que la inclusión de los dos países sudamericanos en este curioso club resulta llamativa.
Las criptomonedas son bases de datos a las que todo mundo tiene acceso. Están descentralizadas y tienen un código abierto que verifica, aprueba y distribuye las transacciones de una manera semianónima. Ese proceso requiere el empleo de grandes volúmenes de energía que es lo que llaman minar. La gente que mina verifica, aprueba, distribuye y aumenta la capacidad de la red. Y para esas operaciones se requieren unas máquinas que son las que han salido de China el mes pasado buscando países donde operar.
Roman Zabuga, portavoz de BitRiver, la mayor “granja” del mundo distribuidora de máquinas para minería de criptomonedas declaró, después de la desbandada que ha habido en China, que “el mercado ha pasado de no tener equipos a no tener espacio donde alojarlos”. Y el hecho de que muchas de estas máquinas estén llegando a Venezuela, como cuenta esta semana un artículo del Financial Times, no deja de despertar curiosidad.
Venezuela, un país en donde hasta las botellas salen defectuosas de fábrica, no cree uno que daría confianza para invertir en un producto tan volátil y enigmático como la criptomoneda.
En diciembre de 2017, Nicolás Maduro anunció la creación del Petro, una criptomoneda venezolana para “avanzar en materia de soberanía monetaria, hacer transacciones y vencer el bloqueo financiero”. Criptomoneda que estaría “respaldada en las reservas de oro, petróleo y diamantes” del país. No sé ustedes, pero les confieso que yo no le tengo ninguna confianza al Petro.