Cada tanto, Colombia despierta sobresaltada por nuevas cifras de inseguridad, como si el país viviera atrapado en un ciclo que se repite sin aprender. Cambian los gobiernos, cambian los discursos y cambian los operativos, pero la sensación de desorden persiste. Tal vez el problema no sea la falta de esfuerzo, sino la insistencia en combatir un fenómeno del siglo XXI con herramientas del siglo XX. Mientras el crimen se adapta con agilidad, una parte del Estado sigue actuando desde la inercia, y, sin embargo, la evidencia reciente —especialmente la compilada en Evidence-Based Crime Prevention (Farrington, Welsh & Piquero, 2024)— demuestra que existe otro camino: prevenir antes de reaccionar.
Lo disruptivo del planteamiento de Farrington, Welsh & Piquero es su simpleza: las políticas de seguridad funcionan mejor cuando se diseñan con evidencia y no con impulsos emocionales o presiones mediáticas. Después de tres décadas de evaluaciones rigurosas, el consenso es claro: la prevención es más efectiva, más sostenible y menos costosa que cualquier estrategia basada exclusivamente en castigo o en expansión del pie de fuerza. ¿Por qué, entonces, seguimos improvisando?
El libro parte de un hallazgo clave: el delito no es aleatorio, sino que se concentra en microterritorios específicos. Apenas unas cuadras pueden explicar una parte considerable de los homicidios y hurtos. Intervenir allí —y no en toda la ciudad— mediante hot spots policing inteligente reduce la criminalidad sin generar tensiones innecesarias. La lección es directa: no necesitamos más patrullas, sino patrullas mejor orientadas. La seguridad territorial exige análisis criminal, no intuiciones.
A esto se suma una evidencia robusta sobre la disuasión focalizada, una estrategia que trabaja con los individuos o grupos de mayor riesgo. No se basa en operativos masivos, sino en advertencias claras, control permanente y alternativas reales para abandonar la violencia. Ciudades como Boston o Glasgow lograron reducciones sostenidas en homicidios cuando combinaron presión legítima del Estado con apoyo social. La lógica es inapelable: actuar donde el daño es mayor y transformar el comportamiento antes de que el delito escale.
Otro punto que desmonta viejos mitos es que la prevención no es ingenua ni blanda: es estratégica. Los programas de intervención temprana con jóvenes en riesgo —mentoría, acompañamiento psicosocial, continuidad educativa— muestran reducciones significativas en trayectorias delictivas. No se trata de rehabilitar abstractamente, sino de construir capacidades humanas antes de que la criminalidad se convierta en identidad. Como advierten Farrington, Welsh & Piquero, ignorar estas intervenciones cuesta más a la larga que financiarlas.
La evidencia también es clara respecto al entorno físico. El urbanismo seguro —iluminación, diseño de espacios públicos, control de accesos— reduce oportunidades delictivas. No es un detalle menor: ciudades enteras han cambiado su dinámica de violencia al transformar entornos degradados en espacios activos y vigilados naturalmente. Una calle bien diseñada puede prevenir más delitos que una serie de operativos o los esperados planes choques de mandatarios nuevos.
Pero si todo esto está documentado, ¿por qué no lo aplicamos de manera sistemática? Aquí aparece la tensión política. La prevención exige continuidad, paciencia y cooperación interinstitucional, cualidades que rara vez producen réditos electorales inmediatos. En cambio, los operativos visibles y las respuestas punitivas generan aplausos rápidos, aunque no resuelvan el problema. Como ocurre con frecuencia, gobernamos para la foto, no para el futuro.
También enfrentamos una fragmentación institucional que dificulta cualquier política basada en evidencia. En Colombia, policía, justicia, alcaldías, entidades sociales y sistemas educativos operan como piezas desconectadas. La delincuencia actúa como red; el Estado, como archipiélago. Los hallazgos de Farrington, Welsh & Piquero son contundentes: la prevención solo funciona cuando las instituciones trabajan juntas, con diagnósticos compartidos, datos interoperables y metas comunes. Sin coordinación, cualquier estrategia se diluye.
Adoptar una prevención basada en evidencia en Colombia no implica copiar modelos extranjeros, sino asimilar principios universales: focalizar recursos donde más se necesitan, intervenir antes del daño, evaluar todo, corregir con rapidez, construir confianza y asumir que la seguridad es un proyecto social además de policial. La evidencia ya no es una opción técnica: es una brújula ética. Ignorarla no solo es ineficiente, es irresponsable.
Este país ha demostrado en distintos momentos que puede transformar realidades complejas con decisiones valientes y políticas sostenidas. La seguridad no debería ser la excepción. El reto es abandonar la ilusión de que el orden surge de operativos repentinos y asumir que la tranquilidad duradera se construye desde la inteligencia, la consistencia y la presencia institucional.
Por eso, la invitación es directa: cuestionemos las fórmulas heredadas, exijamos políticas comprobadas y pidamos liderazgo con visión de Estado. La inseguridad no se resolverá administrando el miedo, sino aplicando el conocimiento acumulado durante años. Sabemos qué funciona. Sabemos dónde. Sabemos por qué. Lo que falta es decidirnos a actuar en serio.
El crimen evoluciona. Nosotros también debemos hacerlo. Si optamos por la evidencia y la coherencia, Colombia puede construir una seguridad que no dependa de la suerte ni del ciclo político, sino de una institucionalidad madura capaz de anticipar riesgos y proteger vidas. Ese es el camino, y ese es el desafío que no podemos seguir aplazando.
