Alexander Velásquez

Escritor, periodista, columnista, analista de medios, bloguero, podcaster y agente de prensa. Bogotano, vinculado a los medios de comunicación durante 30 años. Ha trabajado como reportero para importantes publicaciones de Colombia, entre ellas El Espectador, Semana y El Tiempo. Ha sido coordinador del Premio Nacional de Periodismo CPB (ediciones 2021, 2022, 2023). Le gusta escribir sobre literatura, arte y cultura, cine, periodismo, estilos de vida saludable, política y actualidad. Cree en la vida después de la muerte, uno de sus temas favoritos. La lectura y caminar una hora diaria mientras escucha podcast son sus pasatiempos favoritos. Escribe su segunda novela.

Alexander Velásquez

Pasa en las películas, pasa en los ascensores

El otro día, al ingresar al ascensor de un encopetado edificio bogotano, una señora me preguntó:

—¿A qué piso?

—Al quinto, por favor, respondí con el asombro de un niño, pues yo pensaba que los ascensoristas dormían plácidamente en la prehistoria como los dinosaurios.   

El ascensorista era la persona que nos subía y nos bajaba en los edificios; a veces permanecía sentada, a veces de pie, pero siempre conversaba de todo un poquito, del clima o de política con igual soltura; las más de las veces nos recibía y despedía con una sonrisa amplía o nos daba el remedio para algún mal, no como ahora que uno ve puras caras largas entre los pasajeros, incluyendo a esos que abordan el ascensor para ir del primero al segundo piso, o viceversa, pues en el colmo de nuestro sedentarismo hay quienes no toman las escaleras por la ley de la inercia.  La ley de los que le piden permiso a una pata para mover la otra, que así nos despabiló la abuela. Ella, que prefería atajar en vez de arriar.

La mayoría de los ascensoristas que recuerdo pintaba canas, como si fuera un trabajo reservado para la tercera edad, la edad en la que la sociedad vuelve inútil a la gente. No seamos así con los viejos, porque con algo de suerte llegaremos allá, así sea con bastón y pañales desechables, como al principio.

¿Qué puede pasar de interesante en el ascensor aparte de una mirada indecente, el roce –a veces literal- entre clases sociales o un trasteo que quieren meter a la fuerza? ¡En todo caso, cualquier imprudencia resulta menos peligrosa que una balacera! Una vez, por ejemplo, alguien se orinó dentro de un ascensor, y ese alguien no fue un perrito. La exhaustiva investigación no arrojó resultados y la sospecha recayó sobre los borrachos del edificio; por si las dudas, para entonces yo ya era abstemio. Aquello fue apenas comparable con las porquerías que se escriben en las puertas de los baños públicos.

Mejor sería si pasaran cosas como las del cuento, “El milagro del ascensor”, escrito en 1929 por Alejo Carpentier: “Las mecanógrafas adoraban a Fray Domenico, por su dulzura perenne; al mediodía invadían su ascensor, mostrándole sus ligas y muslos rosados. Pero nada lograba turbarlo”, relata el escritor cubano.

Varios años antes, Bogotá estrenaba la primera de estas jaulas mecánicas. Un siglo ha pasado desde cuando la ciudad gris conoció el primer ascensor.

Al ver esta reliquia arquitectónica, evoco la adrenalina que sentí en una atracción de los parques Disney conocida con el nombre de La Torre del Terror. Dice la leyenda que en este hotel abandonado ocurrió una tragedia hacia 1939 cuando el elevador descompuesto cayó en picada libre desde el piso 13, y que los finados regresan como espectros para animar a los espectadores a morirse del susto, en medio de la gritería, casi a punto de salirse de sus sillas, mientras la fachada del edificio desaparece de la vista.

Lo diré de una vez: Les tengo pánico a los ascensores. ¿Alguien más? Y ese temor se agrava con la claustrofobia. Sin posibilidad de ir a ninguna parte, todo lo que queda es rogar para que no haya falla eléctrica o un temblor de tierra durante el viaje.

Gabriel García Márquez supo mejor de lo que hablo.

Conozco a la hija de un matrimonio amigo que a los 12 años se quedó encerrada durante dos horas en un ascensor en tinieblas, y nunca más se recuperó del espanto, a pesar de los muchos tratamientos médicos y psicológicos a que fue sometida. La niña -para decirlo del modo menos dramático posible- se volvió loca”, dice Gabito en una magnífica columna de 1983 en el diario El País de España: Estos ascensores de miércoles.

Cuando la señora del edificio me preguntó a qué piso me dirigía, me acordé del chiste viejo del pizzero.

—¿A qué piso la pizza?, pregunta el ascensorista.  

—¡A que no!, responde él pizzero.

Se supone que en este momento el lector se desgañita de la risa, aunque acepto que tuvo más gracia Gabo cuando contó la historia del par de desconocidos que se quedan encerrados en un ascensor atascado entre dos pisos, y cuando por fin llegan a rescatarlos, ya tienen un hogar con hijos y se niegan a desalojar.  

¡Benditos sean los ascensores pero alabadas sean las escaleras! No sean como Jaimito el cartero que quiere evitar la fatiga, porque la falta de movimiento mata. 

La señora del principio no era la ascensorista, me lo aclaró ella misma con su sonrisa genuina. Era la señora de los tintos, que son las personas más amables que hay sobre la Tierra. Nunca le niegan el saludo a nadie y son una catedra viva sobre la humildad. No como esa gente que va en el ascensor creyéndose de mejor familia. A esos maleducados les vendría bien un sustico como el de la niña del cuento, ja ja ja.

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