Algo me dice que hay otra vida después de la muerte. Creo que transitamos por múltiples vidas y que renacemos en mundos distintos al que ocupamos ahora. Me aferro a esa idea porque amo tanto la vida, a pesar de sus pestes cíclicas, la gente mala gente y, como ahora, la amenaza de un Armagedón nuclear, como lo sentenció el presidente Biden.
Intento recordar quién fui antes y quién seré después; al hacerlo experimento la misma emoción de cuando atravieso las puertas de una librería, antojándome de todo lo que hay allí. Pero mis recursos y mi tiempo son limitados, por lo que debo elegir entre tantos libros aquellos que maravillen a mi mente inmortal, que es la que renace una y otra vez y muchas veces, así dicho por Siddhartha Gautama (Buda). Una vida es insuficiente para leer tanta buena literatura. Deberíamos nacer con ese don para ganar tiempo, en lugar de perderlo aprendiendo a caminar y hacer males. Como Melanie Sofía, mi nieta de dos años, que ya garabatea sobre el papel; me encantaría que fuera escritora. Me preparo para el día en que pueda leerle los primeros cuentos antes de que se los coma, porque está en la edad de la bebé que todo lo devora.
En los libros encontré las pruebas de la reencarnación. Y qué curioso, las encontré leyendo sobre dos de mis autores favoritos: Gabriel García Márquez y Truman Capote. Gabo se fue con el casete borrado a causa del Alzheimer y Capote se marchó odiado por la élite norteamericana por ventilar sus secretos tras dejarlo entrar en sus casas y en sus vidas. Lo mataron el éxito y los excesos. “Se ha comprobado que la muerte fue consecuencia de una hepatitis complicada con flebitis y múltiple intoxicación por fármacos diversos, fue todo lo que pudo decir el forense”, según relata su biógrafo Gerald Clarke (editorial De Bolsillo).
En 1948 Gabo escribió que “el jueves no sirve ni siquiera para morir” y él se murió el Jueves Santo de 2014. Su hijo Rodrigo García Barcha en el libro “Gabo y Mercedes: una despedida”, relata que aquel 17 de abril un pájaro muerto apareció sobre el sofá el día en que murió, como si hubieran regresado las aves desorientadas que se estrellaron contra las paredes de la casa de los Buendía, en Cien años de Soledad, cuando Úrsula amaneció muerta, precisamente el mismo día en que Jesús oficiaba la última cena, el lavatorio de los pies y la oración en el huerto de Getsemaní: un jueves santo.
No creo que sean meras coincidencias.
La primera prueba de la reencarnación la encontré en el libro Conversaciones íntimas con Truman Capote, de editorial Anagrama. Son las charlas que sostuvo con otro escritor, Lawrence Grobel. En la página 100 Capote dice: “Hawthorne escribió un relato precioso, no de los más famosos pero verdaderamente bonito, titulado The Minister´s Black Veil, y Newton solía decir que mi obra le recordaba tanto ese cuento que podía jurar que yo lo había tomado de Hawthorne o que Hawthorne me lo había plagiado a mí en alguna reencarnación pasada”.
Nathaniel Hawthorne nació en 1804 y murió en 1864. Por otro lado, con Newton se refería a Fredrick Newton Arvin, uno de los primeros amantes de Capote.
Más adelante hablan sobre la amistad entre Capote y Jean Cocteau, quien le dijo que por su “manera de hablar, de ser, de escribir, de todo…”, se parecía mucho a un amigo suyo, un escritor francés llamado Raymond Radiguet que murió con apenas 23 años.
Luego Grobel le pregunta:
—“¿Se siente satisfecho de vivir en esta época o preferiría haber vivido en alguna otra?”.
Truman responde:
—“Preferiría hablar vivido en el siglo XVIII”. (…) Me gustaría haber vivido en Francia y haber sido muy rico”.
En Wikipedia aseguran que Raymond Radiguet nació el 18 de junio de 1903 en Saint-Maur-des-Fossés y murió el 12 de diciembre de 1923 en París. Es decir, se fue nueve meses antes del nacimiento de Capote, el 30 de septiembre de 1924.
El dato me sorprende felizmente porque según El libro tibetano de la vida y de la muerte, (editorial Urano), existe el bardo del devenir, que es el tiempo que transcurre entre morir y despertar en la siguiente vida, como si fuera una sala de espera.
Hallé otra prueba en el libro Gabo contesta, de Intermedio. La editorial recopiló las respuestas a las preguntas que los lectores le enviaban a la revista Cambio, de la cual fue uno de sus fundadores. En la página 80 el escritor se refiere a la relación de sus libros con la música, y más adelante confiesa: “La mayor sorpresa me la llevé en Barcelona cuando dos jóvenes músicos me visitaron después de leer El otoño del patriarca, cuya estructura les parecía inspirada en la muy compleja del Concierto para piano número tres de Béla Bartók. Llevaron gráficos demostrativos que a ellos les parecían terminantes. No los entendí, por supuesto, pero me sorprendió la coincidencia de que en los casi cuatro años en que escribí el libro estaba muy interesado en aquellos conciertos, y sobre todo en el tercero, que sigue siendo mi favorito”.
Cuando Gabo nació, 6 de marzo de 1927, Bartók aún estaba vivo. Tenía 46 años: había nacido en Hungría el 25 de marzo de 1881. Sin embargo, para cuando el escritor de Aracataca escribió El otoño del Patriarca (1975), se cumplían 30 años de la muerte de Bartók: 26 de septiembre de 1945.
La idea del bardo del devenir es fascinante. “La totalidad del bardo del devenir tiene una duración de cuarenta y nueve días, con un mínimo de una semana. (…) Algunos se quedan incluso atascados en el bardo para convertirse en espíritus o fantasmas. (..) Tenemos que esperar en el bardo hasta que podamos establecer una conexión kármica con nuestros futuros padres”, dice El libro tibetano de la vida y de la muerte.
Cada quien crea en lo que quiera creer. Pero háganse el favor de portarse bien en esta vida para que en la siguiente les vaya mejor. Y lean todo lo que puedan, porque los libros son antídoto contra la -a veces- desquiciada realidad.
Nos vemos en la próxima columna. O en la siguiente vida. Lo que ocurra primero; por ahora estamos en manos Vladimir Putin y él tiene las suyas cerca al botón del apocalipsis nuclear.