Los miles de millones que poblamos el planeta tierra no salimos del asombro causado por la pandemia. Lo constatamos en innumerables mensajes y testimonios de lo que se está viviendo desde comienzos del año cuando, de manera inaudita, todo el mundo se ocupó de un solo tema y, más sorprendente aún, cuando decidieron los gobernantes de la tierra que deberíamos mantenernos en casa y, cosa curiosa, todos, o casi todos, obedecimos. Cuando se hablaba de la aldea global, término que parecía contradictorio con nuestra época, se pensaba que era cosa de celulares y redes; de tecnología y de información, y lo asumimos como si fuese un juego. Ahora hemos comprendido que, luego de tantos avances en todos los campos de la ciencia y el conocimiento, no dejamos de ser unos pobres aldeanos y lo estamos experimentando de la manera más directa, nos resguardamos de un enemigo invisible en nuestros apartamentos y casas -cabañas de la aldea global como nuestros antepasados en cuevas para protegerse de los malos espíritus, de la furia de la naturaleza, del ataque de las fieras salvajes- sin otra protección que las paredes que nos ponen a salvo por unas horas y nos condenan a la desesperación si la cosa se vuelve de meses o, por qué no, de años.
Tenemos la desvergüenza de proclamar que el virus nos tiene en jaque. Nuestros mayores temores se transforman en monstruos como los de las pesadillas de nuestra niñez. No sabemos a qué le tenemos miedo pero nos encontramos aterrorizados. Si no, cómo explicar que las calles estén vacías, que miremos con recelo a nuestros vecinos, que mientras no nos toque el turno continuemos presenciando la tragedia, ahora convertida en cifras. Nunca en la historia llevamos la cuenta de los muertos por distintas causas, no estábamos acostumbrados a seguir al minuto el número de víctimas fatales de accidentes, ni de enfermedades como tampoco de los asesinados y menos de la cifra de fallecidos por inanición; ahora sabemos de curvas que suben o se aplanan pero no del significado de la muerte. Saldrán a la luz testimonios de ese paso trascendental como ocurrió luego del 11S. De pronto haremos monumentos a las víctimas o lo dejaremos en el olvido como ocurrió con la epidemia de gripa de hace un siglo. En este momento estamos en lo que estamos, guardados en casa esperando que los magnates financien cientos de estudios en una carrera de los mejores científicos por encontrar una vacuna. Y todos con un sentimiento de impotencia abrumador. Triste manera de enfrentar el problema.
No está en cuestión la sobrevivencia de la especie humana. Miles de millones sobrevivirán y, tan mansamente como han cedido sus libertades, asumirán de nuevo un rol en un mundo que se reconstruirá al ritmo que le impongan las capacidades o las ineptitudes de sus gobernantes. Esa actitud pasiva es aplaudida por todos, o casi todos. Somos héroes mientras no hagamos nada, proclaman los medios. Somos libres en nuestro encierro para cultivar la lectura, la escritura, la pintura, cocinar y bordar. Somos los amos de nuestro destino si nos mantenemos alejados de cualquier posible portador de los virus, es decir alejados de todos. No vale la pena arriesgar nada mientras tengamos las cuatro paredes que nos protejan de todo.
Aparte de mantenernos informados ¿qué hacer? Aparte de echarle la culpa a los chinos ¿qué hacer? Aparte de señalar al vecino que salió sin tapaboca ¿qué hacer? Aparte de mantener la calma ¿qué hacer? Aparte de portarnos bien ¿qué hacer? Aparte de clamar al cielo ¿qué hacer?
Podríamos comenzar por preguntarnos ¿qué hacer?
Sabemos por la experiencia de las dos cuarentenas pasadas que nos la podemos apañar sin hacer nada, sin siquiera preguntarnos qué hacer. Comienza hoy la tercera cuarentena y no sabemos si al presidente o a la alcaldesa se les ocurrirá algo distinto a imponernos una cuarta cuarentena y luego una quinta y una sexta si no encuentran otra solución que no los comprometa ni les signifique un riesgo político.
¿Qué hacer? Una imagen me viene a la cabeza, la del hermoso Siphonophore Apolemia gigante (45 metros de largo en espiral como si fuera una galaxia) que fue descubierto recientemente en las costas de Australia. “Los sifonóforos son grandes colonias de cuerpos, similares a los corales. Los cuerpos individuales se clonan miles de veces en diferentes tipos encadenados de unidades especializadas”, explica el biólogo marino Stefan Siebert. Esta delgada cadena flota en el océano como un solo organismo en el que sus cuerpos funcionan como órganos que se comunican entre sí.
Siguiendo la imagen del sifonóforo podemos activar la comunicación de tal manera que nos fortalezcamos unos a otros generando una cadena de acción que nos permita ser eficientes y salir fortalecidos de esta crisis. Como individuos, aportar lo mejor de cada uno; como grupo, sacar todo nuestro potencial a flote; como comunidad, interactuar y activar el potencial; y como país, demostrar que podemos hacernos cargo no solo de nuestra supervivencia sino de construir un futuro próspero para los nuestros en el mundo tremendamente competitivo que resultará de esta trágica experiencia.