El país que primero y mejor enfrentó el problema de consumo masivo de estupefacientes por parte de un sector de la población fue España. Paradójicamente esto es un dato poco conocido, ignorado incluso por los propios españoles. Y aquello ocurrió durante más de cincuenta años.
Durante más de medio siglo, los españoles tuvieron el control gubernamental del consumo de opio en Filipinas, archipiélago del Pacífico que fue su colonia desde 1521. La proximidad de China, país que inundó en el siglo XIX el Sudeste Asiático de consumidores de ese derivado de la adormidera, planteó a los gobernantes españoles un problema cuya única gestión siempre ha debido mantenerse en manos del Estado.
La administración española negociaba bajo contrato con los comerciantes de opio, los cuales pagaban impuestos sobre sus ventas a los chinos, único grupo étnico autorizado para comprarlo. Era la forma de mantener el control sobre aquella droga que —tengámoslo siempre presente— había introducido Inglaterra desde la India, para equilibrar la balanza de pagos de sus compras de té, sedas y porcelana en el Imperio del Centro.
Pero ocurrió que en 1898 Estados Unidos declaró la guerra al gobierno de Madrid, y después de cuatro meses de conflicto bélico, España fue derrotada y Estados Unidos tomó el poder total en Filipinas; además de las islas de Guam y Puerto Rico, y durante algunos años ejerció también el control sobre Cuba.
Cuando el control de los españoles desapareció súbitamente, las importaciones de opio se incrementaron. Y una epidemia de cólera a comienzos del siglo XX, y la creencia en las propiedades astringentes del alcaloide del opio por parte de la población, generalizaron y dispararon entonces el consumo. Así, el gobierno norteamericano se encontró manejando un problema sin precedentes.
La primera solución en la que se pensó fue el restablecimiento del monopolio estatal sobre el opio, la restitución de las ventas a los chinos, y la aplicación de los ingresos a la inmensa tarea de educar a la población sobre los peligros del consumo. El proyecto de ley en tal sentido comenzó su andadura en el archipiélago, pero en el tramo final fue “electrocutado por el rayo presidencial”. La mentalidad calvinista hizo su entrada en escena.
John Witherspoon, presidente de la Asociación de Médicos Americanos, publicó una “Oración contra los diablos en la profesión médica”. “¡Oh hermanos! Nosotros, los representantes de la profesión más grande y más noble del mundo (…) debemos (…) prevenir y salvar a nuestro pueblo de este monstruo de cabezas de hidra, que acecha al mundo civilizado, arruinando las vidas y los hogares felices…” etc. etc. En fin, ya saben, de esos trajes tenemos por aquí varios en el armario.
Y el reverendo Wilbur Crafts, líder del movimiento prohibicionista de alcohol y drogas en Estados Unidos, dijo que había oído casi por casualidad “lo relacionado con aquel ultraje a la moral, un gobierno que alcahuetea los deseos de opio de unas razas degeneradas”. Rápidamente, por carta y por telégrafo, miles de mensajes pidieron al presidente Teodoro Roosevelt que vetara el proyecto de ley, y lo demás es historia.
El destino, que a veces hace esta clase de piruetas, se encargó de llevar en las naves que atravesaban el Pacífico desde Filipinas, con los chinos que viajaron a México desde allí, las semillas de adormidera para la elaboración de hache, como denominan hoy los narcos mexicanos a la heroína. Y aquellas semillas no solo fueron el embrión de la planta en América, fueron también el germen de los carteles mexicanos, cuyos integrantes son hoy nombres de todos conocidos.
Nadie habla, sin embargo, de Lai Chang Wong, nacido al sur de China en 1869 y muerto en México en 1911. Valdría la pena detenerse a contemplar la vida de este chino como precursor del cultivo de amapola en Sinaloa, y el ciclo de lo que aquí he contado, en estos días de debate en Colombia sobre la regulación de la cocaína.
