En el debate sobre la regulación de la cocaína que se abre en Colombia es necesario partir de un hecho generalmente ignorado: estamos ante una mesa de cuatro patas —producción, contrabando, lavado y consumo—; si falta una sola se nos viene abajo el mueble. Los gobiernos y muchas instituciones han centrado la atención desde siempre en la segunda, es decir, en el contrabando o narcotráfico; ignorando el origen de la producción, la importancia del lavado de dinero y las consecuencias del consumo.
En la entrega anterior expuse la llegada de la amapola por el litoral Pacífico mexicano, primer estadio de una producción destinada al consumo de opio de los culíes chinos que participaron en la construcción del ferrocarril en México. Allí, en Santiago de los Caballeros, estado de Sinaloa, se establece Lai Chang Wong, toma el nombre de José Amarillas y con su renqueante castellano pone la primera piedra de lo que serían luego los carteles de droga mexicanos.
Santiago de los Caballeros, municipio de Badiraguato, recibió la capacitación pertinente para la producción de opio. El clima y el suelo de los parajes rurales de ese poblado y su gente, hicieron historia. Nadie, ni el propio José Amarillas, imaginaron lo que a la postre sería ésa y las generaciones venideras. El siguiente paso fue la elaboración de heroína con el derivado de la amapola.
Y como una cosa lleva a la otra, este fenómeno ocurre al lado de Estados Unidos. 3.140 kilómetros de frontera con México, que es el mayor activo con el que cuentan los capos del negocio —ya sea de heroína, marihuana o cocaína— que, además, es un recurso inamovible. Cualquier estupefaciente que traspase esa línea invisible multiplica su valor como no lo haría ningún otro producto imaginable.
Pedro Pérez Avilés (Sinaloa 1943-Culiacán 1978) es el primer mexicano que aborda el tráfico de heroína hacia Estados Unidos a gran escala por mediación de Max Cossman, un judío norteamericano que le sirve de enlace en el barrio italiano de Harlem, en Nueva York, con la 107th Street Mob que operaba bajo las órdenes de Gaetano Luchese, Lucky Luciano, Meyer Lansky y Bugsy Siegel, cuya iniciativa empresarial es bien conocida y no necesita mayor presentación.
Pasado el tiempo, los contrabandistas de heroína en la frontera terminan siendo desechos sociales. Y la marihuana vino a cambiarlo todo, así como cambió a los hijos de la clase media, sus consumidores en Norteamérica. Cuando Richard Nixon llegó a la presidencia, el furor por el consumo de la marihuana que cruzaba la frontera abarrotaba las cárceles con estudiantes universitarios, y al presidente norteamericano no se le ocurrió otra cosa que cerrar los pasos fronterizos con su vecino del sur. Lo hizo, además, de forma humillante para el presidente mexicano Gustavo Díaz Ordaz, después de una ceremonia binacional al pie del río Bravo.
El caos que creó la llamada “Operación Intercepción” fue de los que hacen época, y no logró ninguna captura o aprehensión de un gran cargamento. Solo sirvió para ejercer presión sobre México, que terminó primero, por aceptar la erradicación de cultivos; y más adelante, en 1977, la fumigación con un herbicida llamado paraquat, que desacreditó entre los consumidores norteamericanos la calidad de la yerba mexicana. Aquí va a entrar Colombia en danza; pero un hecho de sangre sin precedentes, marca un antes y un después de todo este proceso.
Los carteles mexicanos ya operaban a pleno rendimiento. No voy a entrar en el detalle de sus nombres ni en sus cabecillas —que son muchos, exóticos y siniestros—, pero me detengo en el Cartel de Guadalajara, ciudad a la que llegó, en junio de 1980, el agente de la DEA (Drug Enforcement Administration, agencia recién creada por Nixon), Enrique Camarena, un nombre mítico para ese organismo.
Dominaban el Cartel de Guadalajara Ernesto Fonseca Carrillo, Miguel Ángel Félix Gallardo y Rafael Caro Quintero.
Fonseca, el mayor de todos, conocido como don Neto, era un personaje montaraz, metido en el negocio de la heroína que, además de su propio comercio, prestaba servicio de reforzamiento a otras bandas. Gallardo, un asesino despiadado que disimulaba sus orígenes humildes vistiendo trajes hechos a medida y representando el papel de gran empresario, atrajo la atención de la DEA por su incursión en el nuevo y floreciente mercado entonces de la cocaína.
Y Rafael Caro Quintero, versión mexicana del vaquero apasionado por el oro y los brillantes. Venía de un clan de las mesetas altas de la Sierra Madre y del sur de Culiacán. La labor acuciosa de Enrique Camarena sobre sus actividades puso al descubierto los más espectaculares campos sembrados de marihuana que se han encontrado nunca en México, en Zacatecas y en Chihuahua. Y el agente pagó aquella osadía con su vida.
Enrique Camarena fue el primer agente muerto en la llamada “guerra contra el narcotráfico”, y su homicidio supuso la pérdida de la inocencia para quienes creían en la DEA que iban a tener toda la cooperación oficial al sur del río Bravo. No menos de veinte personas presenciaron la tortura y muerte de este hombre, entre ellos varios funcionarios mexicanos. Pero no perdamos de vista el nombre de Rafael Caro Quintero, principal acusado de esta muerte, porque nos llevará hasta el episodio más oscuro del Acuerdo de Paz entre el Estado colombiano y la guerrilla de las FARC.