Colombia es un país que produce buen café, abundante cocaína, muchas reinas de belleza, buenos ciclistas, candidatos presidenciales cada seis meses, delfines políticos cada generación, y acuerdos de paz, muchos acuerdos de paz.
Recuerdo en tiempos de Belisario Betancur, que llegué a Colombia después de muchos años de ausencia, cómo encontré el país inundado de palomas de la paz. Las había pintadas en las piedras del campo, labradas en las faldas de las montañas, dibujadas sobre el asfalto de las carreteras y en los muros de las ciudades. Se había firmado no sé qué cuento con un grupo guerrillero que tenía nombre de ruta de autobús interurbano, y les dio por pintar palomas de la paz por todas partes.
No sé quién es el colombiano más viejo ni cuántos años tiene ni dónde vive, pero dondequiera que esté, quienquiera que sea, estoy seguro de que le habrá tocado vivir una decena de acuerdos de paz, como mínimo. O de ceremonias de entrega de armas, que para el caso es igual. O en su defecto, procesos de paz fallidos.
Hace 67 años me tocó ver el primero; con esto estoy delatando mi edad, pero qué importa. Sí, y hasta con escultura de bronce se recuerda la ceremonia de aquel primer acuerdo de paz de mi vida. Guadalupe Salcedo y sus más de mil guerrilleros depusieron las armas ante el gobierno de Rojas Pinilla. Lo vimos en la prensa, entonces ni había televisión. En fila india entregaban las armas, con apretón de manos. Como el de Tirofijo con Pastrana, como los de los paras en el gobierno de Uribe, como el de Timochenko con Santos.
Y han dialogado de paz los colombianos en Tlaxcala, en Caracas, en Madrid, en La Habana; y han implicado en sus diálogos de paz a Noruega, a Chile, a Venezuela, a Cuba, a México, a España, a Estados Unidos. Y le han contado la cosa al Papa, al presidente norteamericano, a la reina Noor de Jordania, al secretario general de ONU, a los todos los Nobel de Paz que han podido, a los brokers de Wall Street. Les queda el Dalai Lama pero todo se andará.
Y para las ceremonias de acuerdos de paz —que llegan puntuales a nuestras vidas como el reinado de belleza de Cartagena, como el Tour de Francia para los “escarabajos”, como la cosecha anual de café, como “el más duro golpe al narcotráfico” mensual— los firmantes traen cada vez gentes de mayor postín, para el último trajeron al Rey Juan Carlos. Y hasta premio Nobel le dieron al presidente que consiguió ése, que fue con las Farc.
Pero siguiendo la más rancia tradición patria, como en decenas de otros acuerdos, procesos, diálogos, entregas de armas y encuentros de este tipo que hemos vivido desde que tenemos uso de razón, el jefe político del jefe de Estado —el embozado jefe del Estado que vive a caballo de dos de sus fincas, una en Antioquia y otra en Córdoba— salió esta semana de su detención domiciliaria marcando las pautas de cómo acabar definitivamente con el endeble último acuerdo con las Farc. Y de paso abriendo la próxima campaña presidencial con dos años de antelación.
Así que no debemos preocuparnos, material para nuevos acuerdos de paz tenemos como para una boda: tenemos al ELN y a sus franquicias, tenemos a las Autodefensas Gaitanistas, a las Águilas Negras y a los diversos grupos armados que ya pedirán pista en su momento para un proceso de paz. Pero, sobre todo, tenemos a la disidencia de las Farc. La última foto de familia que han hecho pública no puede ser más alentadora de cara a unos futuros diálogos de paz: El Paisa, Romaña, Iván Márquez y Jesús Santrich empuñando armamento ruso de última generación. Un ciego con un lanzagranadas, esa iniciativa bélica solo se puede ver en Colombia.
Bueno, en Colombia no exactamente…, en Venezuela, porque los cuatro angelitos están allá. Pero su estrategia aquí es la de siempre: reclutamiento forzado de menores, terror en sus zonas de influencia y negocios con Doña Blanca, que las narices de gringos y europeos esperan ávidas para pasar la pandemia.
Y lo que no es menos inquietante, con la espada de Damocles que pende ahora sobre los guerrilleros de las Farc desmovilizados, como hemos visto al destaparse la autoría de la muerte de Álvaro Gómez. Antes de que Iván Márquez y compañía lo hicieran público, Carlos Antonio Lozada confiesa el crimen para no perder los beneficios de la Justicia Especial para la Paz. ¿Qué más historias guardan los disidentes de las Farc para extorsionar a sus ex compañeros de armas? Y lo bien que le viene al gobierno de Iván Duque esta coyuntura para irrespetar los acuerdos de La Habana.
Un panorama que ni pintado para el numerito de un futuro proceso de paz, y de paso seguir dando lora ante la comunidad internacional. Y en medio la gente del común, la que lucha por llegar a fin de mes, por salir adelante sola, abandonada por el Estado, viendo las componendas políticas para secuestrar las instituciones, para acarrearlos a referéndums y consultas con el fin de cambiar las cosas para que todo siga igual. O peor.