Sonoro fracaso de la justicia colombiana

El caso de Jineth Bedoya, de nuevo de actualidad por su traslado a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, habría que verlo desde una doble vertiente: la práctica deleznable de violencia contra la mujer como arma de guerra y el fracaso de la justicia en Colombia.

Jineth Bedoya, una periodista que en 2000 investigaba el nido de crimen y corrupción montado sobre la cárcel Modelo de Bogotá, fue engañada para ingresar en esa prisión; en donde fue secuestrada y violada, con la presunta complicidad, instigación y conocimiento de casi una treintena de personas, entre ellas un general. Tres de los autores materiales purgan pena de prisión y los otros veinticuatro siguen tan campantes, en libertad, sin responder ante la justicia y —según investigaciones de la propia Jineth— dedicados a delinquir, algunos de ellos.

Pido perdón por remitir a los lectores de esta columna a una publicación tan poco académica como las memorias de John Jairo Velásquez, alias Popeye, el sicario de Pablo Escobar, pero lo que investigaba para un diario capitalino esta periodista está descrito con lujo de detalles en el libro de Popeye: ingreso sistemático de un verdadero arsenal de guerra dentro de los muros de esa cárcel, disfrute de privilegios extravagantes, y muerte y desaparición de internos, picados como si se tratara de una fábrica de embutidos, y arrojados sus restos a las cañerías de ese establecimiento. 

Ignorar que aquellas prácticas contaban con la complicidad desde dentro y fuera de la prisión solo se le podría ocurrir a una mente al nivel de parvulario. Por supuesto que los delitos arriba descritos no eran más que la punta de un iceberg de mayor calado, que ocultaba connivencia y colaboración de internos con funcionarios, paramilitares, uniformados, políticos y particulares. Eso investigaba Jineth Bedoya, y eso le costó vivir el calvario por el que pasó en el ejercicio de su profesión.

Cuando han pasado más de veinte años de aquellos hechos, la periodista bogotana —que fue también víctima de las Farc— aun espera que se haga justicia y ha tenido que narrar su violación y secuestro una docena de veces ante la Fiscalía colombiana, sin que este ente investigador haya hecho lo que era de esperarse en un caso semejante: llegar al fondo de lo que pasó en la Modelo y castigar a los culpables.

Hoy, por este caso, el Estado colombiano, que no ha mostrado voluntad política de investigar el asunto, ha sido llevado ante un corte regional de protección de derechos humanos. Independientemente de lo que suceda en ese tribunal, el caso de Jineth Bedoya visibiliza otros muchos casos anónimos semejantes ocurridos durante el conflicto, y es ejemplo del fracaso de la justicia en Colombia.

No creo que exista, al menos en el ámbito de lengua castellana, una sociedad más leguleya, rábula y picapleitos que la colombiana. Aproximarse a un medio —ya sea radio, prensa escrita o televisión— es tener la seguridad de que te vas a topar con una retahíla de términos jurídicos que, podemos asegurar sin temor a equivocarnos, no se manejan con tanta profusión y alegría en ninguna otra parte como en este país.

Versión libre, vencimiento de términos, inexequible, medida de aseguramiento, tutela, casa por cárcel, organismos de control, concurso agravado, comisión disciplinaria, principio de oportunidad, preclusión, juez de conocimiento, prevaricato, elemento probatorio, compulsa de copias, fraude procesal, desvío de funciones, soporte probatorio, conciliación, cohecho propio…, estos son algunos de los términos y conceptos familiares en la vida cotidiana de los colombianos. Y todo para qué. Para que un delito como el que nos ocupa lleve dando vueltas más de veinte años entre legajos burocráticos y estrados judiciales.

El examen del caso de Jineth Bedoya por parte de la CorteIDH podría tener como consecuencia que Colombia reconozca el delito de violencia sexual contra las mujeres como arma de guerra y, al mismo tiempo, podría poner sobre el tapete la necesidad de protección para aquellas que ejercen el periodismo en un país en permanente conflicto. Algo ganaríamos. 

De todas formas, hoy por hoy en Colombia, una nación que ha aportado al mundo del delito el concepto “cartel de las togas”, gobernantes, legisladores y magistrados parecen ignorar que la justicia es un servicio público y; sobre todo, que no hay Estado de Derecho si los ciudadanos no tienen acceso pronto y cumplido a dicho servicio.

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