Un encuentro casual. ¿Casual?

Me acerqué para saber de qué hablaba aquel hombre desde el borde de una vieja fuente mientras movía sus manos con destreza y decisión. Lo primero que alcancé a escuchar fue: “Alegrad con vuestra presencia y alegraos con vosotros mismos. ¡Haréis moñona!”. Me impactó que su cara reflejara una alegría seria. ¿Una alegría seria? Sí, eso.

A continuación hizo una pausa de segundos para “adoptar” con sus ojos a cada uno de quienes estaban allí. En realidad eran pocos, si bien muy atentos a lo que el caballero, ya setentón, afirmaba. Al terminar el recorrido visual, una muchacha de gafas oscuras le pregunta si la vida tiene algún sentido. ¡Uao! Un tema que me trae del suelo desde hace años, cuando empecé a prestar atención al significado del día a día, que me ha confundido en ocasiones y lo he confundido en otras. “Me preguntáis si la vida tiene sentido. De momento os digo que vuestra pregunta lo tiene”, contestó. 

Tras terminar, y al encontrarme justo a diez brazos de distancia del… ¿loco?, ¿profeta?, ¿pensador?, ¿predicador?, soltó otra saeta: “Aquí, en vuestro tiempo, crecéis o decrecéis; amáis o despreciáis; vivís o morís. Todo, en algún modo, depende de vosotros”. ¿Cómo? ¿Que todo, de algún modo, depende de cada quien? No me lo podía creer de momento, aunque, aprovechando un silencio, comprendí que tenía razón en buena medida. La historia de todos los días parece comprobarlo, me dije. 

Sin moverse de su sitio, levantó la mirada sobre los presentes –mujeres y hombres comunes, de edades variadas– para seguir los pasos de alguien que cruzaba, cuya forma de andar tal vez lo indujo a proclamar: “¿Vais por la vida con los pies sobre la tierra? ¿Camináis sin ocultar la mirada? ¿Sonreís desde el corazón? ¿También reís? Es que vais felices”.

Para ese instante comenzaba a sentir inquietudes y deseos de preguntarle alrededor de sus palabras. Decidí no hacerlo y esperar. A lo mejor encontraba respuestas en lo que fuera a añadir. Porque el “man”, como dicen los muchachos de este siglo, volvió a hablar: “Si os llenáis de miedos”, dijo, “quedaréis sin fe en la vida y en vosotros”. 

¿Se refería al temor de estos días por el coronavirus? ¿Era una simple, pero diciente, coincidencia? ¿El hombre sí se habría tomado tiempo para enterarse de lo que ha estado sucediendo? 

Mantuve la decisión de no interrumpirlo. Entre otras razones, porque enseguida dirigió sus ojos hacia unas aves pequeñas que volaban arriba de nuestras cabezas, felices y seguras de sí, unos azulejos de los que yo trataba de agarrar cuando era niño. “¿Con qué seguirá?”, me pregunté. No tardé en saberlo: “Lo contrario de la felicidad no es la tristeza. Es la mezquindad. ¿Cuándo habéis visto felicidad en alguien mezquino?”. Pues sí: es prácticamente imposible. Si bien hay muchos mezquinos que se las dan de felices. Pero, bueno, es asunto de cada cual, alcancé a pensar.

Una señora levantó la mano y la mantuvo en espera de que el filósofo del camino le permitiera acotar o preguntar algo. Tuvo que desistir porque el señor de las frases empezó a hilar una más, justo cuando una brisa inesperada hacía presencia en esa tarde calurosa, refrescando nuestras cabezas al unísono con otra consideración que nos las “golpeaba”: “Veréis náufragos de la vida”, indicó. “Si no podéis nadar en sus aguas, al menos intentad que bajen de nivel”. ¿Se refería al gobierno? ¿A los más privilegiados? ¿A todos los humanos?

No sé cuánto llevaba hablando este hombre, a quien no conocía. Supuse que un buen tiempo porque, luego de la frase anterior, se encaminó hacia su derecha para sentarse en una banca rústica y descuidada, como suele haber en nuestros pueblos. Después de acomodarse, nos invitó a sentarnos en el suelo, sin importar que resultara algo molesto. No importaba mucho. No lo hice debido a que mi tiempo disponible terminaba.

Me importó, sí, haber podido permanecer para escuchar las que serían palabras finales para mí procedentes de ese… ¿loco?, ¿profeta?, ¿pensador?, ¿predicador?: “Elaborad un proyecto de vida. Es que os arriesgáis a que vuestras vidas se queden en proyecto, y vosotros, en veremos”. 

Me retiré no sin decirle con la mirada y el pensamiento: “¡Puf! Quedé en veremos”.

INFLEXIÓN. Cuando le preguntaban por qué no inventaba un audífono, Edison, que tenía deficiencias auditivas, respondía: “¿Qué de lo oído en las últimas veinticuatro horas les es imprescindible?”

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