Un piropo para Claudia

Claudia, así la llama todo el mundo. En un país donde la “doctoritis” es enfermedad, pero al cual le faltan muchos doctores, porque somos uno de los más atrasados en la formación de alto nivel, incluso en el concierto latinoamericano, a una de sus doctoras, nadie la llama así, quizá porque la mayoría de la gente la siente tan cercana que la trata como a alguien de los suyos, o porque la quieren tan poquito, que no les gusta reconocerle sus méritos.

Yo la he seguido sin el menor asomo de emocionalidad, desde cuando le pegó el primer cimbronazo al establecimiento político con su libro sobre parapolítica, con el cual puso especialmente el dedo en la llaga de lo que sucedía en Antioquia. Me interesó porque la reconocí como una mujer corajuda que continuaba lo que había empezado a construir desde cuando apareció como una de las jóvenes líderes de “La séptima papeleta”, un momento crucial para Colombia, porque lo sucedido entonces trascendió irreversiblemente en la política nacional.

Digo que sin emocionalidad, porque no me sentí ni atraído ni alejado de su persona; me llamó la atención su discurso respaldado en textos que yo quería analizar detalladamente desde la ciencia política, porque ese también es mi campo de interés. No quise quedarme con la suposición de que era simplemente un documento escandaloso sin sustento científico, sin investigación de campo o sin rigor académico, y aunque tampoco me pareció una obra descrestante, muchas de las acusaciones allí contenidas se fueron convirtiendo en procesos y luego en juicios y más tarde en condenas y en pérdida de vigencia electoral para muchos barones electorales.

Luego, sus gritos en el Senado de la República y en cuanto escenario aparecía, me fueron haciendo creer que, por faltarle fuerza a sus argumentos, imponía su locuacidad y su condición de mujer para ser al menos oída. Sin embargo, como imagino que le ha pasado a la mayoría, entendía que allí había más que un ser humano menudo, terco, ambicioso y quejumbroso, que evidentemente se asomaba una nueva figura que era capaz de desafiar no solamente a la élite política, sino también a la institucionalidad, a la cultura y a la mojigatería socio-religiosa.

Empecé a seguirla discretamente, pero no a través de los medios, sino personalmente cuando era posible asistir a una conferencia, a una entrevista o a un encuentro de campaña donde ella fuera invitada, conferenciante o participante. Quizá como a muchos más de quienes llevamos relaciones maritales tradicionales, me causaba una doble sensación de rechazo y admiración su amor por Ángela, también su agresividad en los discursos y su ternura, sí ternura, cuando se encuentra con amigos, copartidarios o seguidores, y su sentido de equipo, el cual predica, pero además reconoce en cada intervención, muchas veces con nombres propios.

He visto su afecto sincero por Mockus, pero me ha parecido utilitarista el aprovechamiento de su figura; la vi leal y congruente en su acuerdo con Fajardo, pero me preocupa que sus obras sean tan endebles como la biblioteca España, tan inútiles y esnobistas como las dañinas pirámides, o su contratación pública tan dudosa como las de aquel con sus parientes; la sentí decidida y determinante en su disputa con Petro, porque quedó claro que por encima de simples conveniencias, defiende un pensamiento, un ideario y una manera de actuar.

Y desde sus primeros pasos como Alcaldesa, un cargo impensado para ella hace apenas 8 años, percibo que ha entendido su responsabilidad, porque es su oportunidad histórica para su proyecto político, el cual es al tiempo, la más cercana posibilidad de demostrar que el bienestar colectivo, especialmente el de los menos favorecidos, tiene que ser no solo su objetivo, sino la mejor manera de demostrar coherencia política e integridad moral.

Cuando contra muchos apostadores aseguró que el Metro de Bogotá se hará según lo contratado, aunque lo extenderá proyectivamente a otras zonas intensamente pobladas; cuando dos días después de su posesión se reunió en Soacha con los también recién llegados, el alcalde Saldarriaga y el Gobernador García, dando un mensaje de integración y dejando ver que siente a Bogotá una ciudad región; cuando en tono casi maternal, pero sobre todo como una curtida pedagoga llamó la atención del muchacho universitario frente a las acciones negativas y violentas de algunos jóvenes en las protestas estudiantiles y cuando con su familia, especialmente con su mamá María del Carmen, celebró sus primeros 50 años, he encontrado argumentos para entender que allí hay un ser humano, una dirigente y una política distinta al modelo tradicional, que caracterizarla o calificarla desde una óptica de prejuicios y que compararla con cualquier otra mujer líder del país, al menos en la última centuria, lo lleva a uno a equivocarse flagrantemente.

Claudia, la doctora Claudia López Hernández, es una mujer digna de confianza. Más le vale a sus contradictores, críticos y enemigos mirarla de frente, entender que, a través de sus bellos ojos verdes, no lanza llamas sino miradas penetrantes que se visten de dureza, seguridad, aseveración, firmeza, ternura o amor, porque son su punto focal determinante; que son ellos los que dicen sus más recónditas verdades y que es mirándola como uno puede saber si sus gritos, ahora menos frecuentes, son simples proclamas, retos, desafíos o compromisos.

Sus más de un millón 100 mil electores, hoy tienen que abrirle campo a los nuevos admiradores que la respaldan y que esperan que el clima de encuentro que empieza a sembrar, permita idealizar una rivalidad política armónica, sin extremismos y sin maledicencias. Por lo menos a mí me ha gustado su arranque como el mejor en mucho tiempo, y eso, no sirve solamente para tener contenta a la gente, sino para echar a andar a la ciudad, a la Bogotá de todos, por senderos de desarrollo equitativo, planificado, respetuoso con el medio ambiente y, sobre todo, vivible.

Claudia López, será la más importante figura política de los próximos 30 años en Colombia.

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