Una lección que viene de lejos

Tengo muchas veces oportunidad de evocar una de las experiencias más fascinantes y al mismo tiempo chocantes de mi vida: viajar a Irán como periodista y pretender narrar lo que encuentras en aquel país. 

Recuerdo el impacto que me supuso entrar al hotel, en otro tiempo perteneciente a una gran cadena norteamericana, a las pocas horas de aterrizar en el aeropuerto de Teherán. En el suelo de aquel albergue, nada más cruzar la puerta, un mosaico de considerables dimensiones reproducía la cara de Ronald Reagan, de modo que era inevitable estampar la suela de tus zapatos en el rostro del ex presidente norteamericano. Aquel fue el aperitivo de un cubrimiento periodístico que resultó, en todo caso, interesante.

En estos días, una de esas reseñas que aparecen en el cúmulo de información, análisis, chismes y verdades a medias que recibimos a diario en la prensa, encontré la crónica de una tragedia personal en aquel país; tragedia que me recordó de nuevo aquella aventura.

Cuenta la crónica leída esta semana la historia de Babak Korramdin, cineasta cuyo cadáver fue hallado en bolsas de basura con los restos troceados del joven artista. Babak había nacido en 1974, era por tanto un “hijo de la revolución” que implantó en Irán el ayatola Jomeini tres años antes.  Babak Korramdin se había graduado en Londres en Bellas Artes en 2009 y regresó a su país; pero, por las razones que fueran, permanecía soltero a los 47 años. Aquello suponía para sus padres una afrenta tan grande que decidieron descuartizarlo y tirar sus restos a la basura.

Imagino, además, que aquel cadáver impuro para sus religiosos padres, no podía recibir sepultura en la tierra consagrada de un cementerio musulmán, y de ahí la decisión de tirarlo descuartizado a un vertedero. La lectura reciente de un libro muy recomendable, por cierto me lleva a esta conclusión. Se trata de la obra testimonial de Azar Nafisi, Leer Lolita en Teherán, en donde se describe, entre otras muchas barbaridades de la actual sociedad iraní, el problema que supone deshacerse del cuerpo de un apestado por no pertenecer a la “religión verdadera”.

Azar Nafisi, profesora de literatura inglesa en la Universidad de Teherán, termina dando clases clandestinas en su casa a un grupo de siete de sus alumnas más aventajadas. Con este pretexto, los comentarios a las obras de Scott Fitzgerald, Henry James, Jane Austen o, naturalmente, Vladimir Nabokov, sirven de contrapunto e hilo conductor de la narración; un recorrido alucinante por el mundo de represión y fanatismo impuesto por los ayatolas.

Cuenta la escritora iraní, hoy exiliada en Estados Unidos, el caso del censor cinematográfico ciego que hacía su trabajo con la ayuda de un colaborador que le iba narrando la película para decidir las escenas que deberían prohibir. Luego, aquel hombre ascendió a director del nuevo canal de la televisión pública… “Bajo el régimen de los mulás —dice Nefisi— nuestro mundo estaba moldeado por los cristalinos incoloros del censor ciego… Éramos un producto de la imaginación ajena”.

“Era un país donde todos los gestos, incluso los más privados, se interpretaban

en un sentido político. Los colores de mi pañuelo o de la corbata que usaba mi padre eran símbolos de la decadencia occidental y de tendencias imperialistas. No llevar barba, estrechar la mano a personas de sexo opuesto, aplaudir o silbar en reuniones públicas era tachado de occidental y, por tanto, de decadente, como parte de la conspiración de los imperialistas para acabar con nuestra cultura”.

Los iraníes, un pueblo en otra época de costumbres liberales como ninguno de la región, el país más heterogéneo de la zona por su riqueza cultural, se había transformado en una nación surrealista gracias a una revolución que muchos, entre ellos la escritora, recibieron con entusiasmo. De aquella lejana experiencia podemos, sin embargo, aprender en todas partes. También en Colombia. 

Reflexiona Azar Nafisi, haciéndose eco del reclamo que era común a la mayoría de sus coetáneos, que se sentían víctimas de un régimen totalitario entrometido en los rincones más íntimos de sus vidas para imponer sus implacables ficciones. A la hora de buscar un culpable no puede señalar a otro que no sea ella misma y a todos los que, como ella, apoyaron la llegada de los perpetradores de aquel horror. 

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