Una mosca en un vaso de leche

Los colombianos aprecian los mitos urbanos. Los miman y los consumen como el tinto diario o la gaseosa al almuerzo. Uno de esos mitos es que el país tiene la mejor policía del mundo. Bueno, eso es lo que han vendido sus gobernantes en los últimos veinticinco años. No es verdad, y ha sido la propia policía quien se ha encargado en estos días de demostrar que eso no es cierto.

Al lector desprevenido que con este comienzo piense que el arribafirmante es un mamerto al uso, le digo que se equivoca. Soy consciente de que detrás de los desmanes y vandalismo de las pasadas semanas (y seguramente de las que vendrán) hay, además de trabajo nacional, participación del vecindario internacional. 

Digamos también que el gobierno colombiano ha allanado el camino de esa indeseable intervención con la torpeza de su política exterior: carecer como mínimo de una oficina de enlace con Caracas, y mantener la ficción de Juan Guaidó como presidente de Venezuela nos está saliendo caro. Nicolás Maduro es un vecino impresentable, pero, mientras estén rotos los lazos con su gobierno, la situación interna de Colombia se verá necesariamente alterada.

En fin, a lo que íbamos.  La relación de todos los Estados con la violencia no es asunto fácil. Y la violencia que delegan los ciudadanos en la autoridad no es la excepción, ni mucho menos. Una vez admitido por el propio Iván Duque que en la calle “hay razones fundadas para reivindicar los derechos históricos que ha lastrado la pandemia” (entrevista al diario El País de España), y que hay intervención externa, ¿cómo se ha comportado la mejor policía del mundo ante esta situación? Irremediablemente mal.

Hace un año por estas mismas fechas, las calles de varias ciudades norteamericanas eran un hervidero como consecuencia de un solo acto criminal de un policía, que ya fue juzgado y condenado. Lo vimos por televisión. ¿Qué es lo que tenemos en Colombia frente a una actuación policial igualmente perversa? Palabrería, promesas de investigación exhaustiva, repetición de fórmulas agotadas que vienen de lejos. 

Cuando unos policías, en una acción casi calcada de lo ocurrido con George Floyd en Minneapolis, mató al abogado Javier Ordóñez en Bogotá, el presidente, en lugar de tomar distancia y mostrar empatía con sus ciudadanos, corrió a vestir el uniforme de la institución en un gesto de apoyo que hoy parece avalar los actos reprochables de ese cuerpo. Por más que apele a que “el honor policial es muy grande” y que su historia tiene más de 128 años, la policía colombiana necesita una reforma a fondo que empieza por salir del ministerio de Defensa.

Con motivo de las referidas manifestaciones por la muerte de George Floyd que incendiaron las calles norteamericanas, la revista The Economist, hace justamente un año, decía en su editorial: “El cambio social a gran escala es difícil. Los movimientos de protesta suelen ser antagonistas de los partidarios moderados también necesarios para triunfar. Pero los países en donde el impulso de cambio no se aprovecha para hacer reformas específicas se agotan en estériles esfuerzos... Cuando suficientes ciudadanos marchan contra una injusticia, pueden lograr lo que pretenden. Ese es el poder de la protesta”. Para poder protestar, sin embargo, se requieren garantías e instituciones respetables. 

Lee uno la lista de los países miembros de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico, OCDE, entre los que se encuentran naciones como Alemania, Australia, Dinamarca, España, Estados Unidos, Finlandia, Israel, Italia, Japón, Nueva Zelanda o Reino Unido, entre otros por el estilo, y se pregunta qué hace Colombia en tan exclusivo club con unas instituciones que reclaman a gritos una reforma. No sé cómo hizo Juan Manuel Santos para meter a este país en tan exclusivo club, pero no me negarán ustedes que es una mosca en un vaso de leche.

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