Ignacio Arizmendi Posada

Periodista de la Universidad de Navarra.

Exdecano de la Facultad de Comunicación de la UPB.

Excolumnista de El Colombiano y El Mundo (Medellín), El País (Cali), El Tiempo y Revista Cromos (Bogotá).

Autor de 15 libros de historia y ensayo.

Ignacio Arizmendi Posada

Vida y Muerte se hablan a los ojos

Ambas damas –Vida y Muerte– recibieron un escueto mensaje: “Reúnanse cara a cara, cuanto antes, para decirse, en el menor tiempo posible, lo que tengan para decirse”. No había firma, pero sabían de quién venía la orden (no, no era Petro…). Pronto estuvieron a solas y frente a frente: Vida, luciendo un traje cuya blancura envidiarían las llanuras polares, y Muerte, con su guadaña implacable y un vestido estilo sastre negro profundo, que se lo pelearían las noches de Colombia. Se saludaron y fueron al grano. Ambas tenían muchas cosas, “cosas de la vida”, para decirse.

La primera en hablar fue Vida: “Tú, Muerte, eres monstruosa, insensible, irreverente, sin alma, dispuesta a generar el máximo dolor al aparecer de pronto, por un lado, en forma de desastres naturales, guerras, hambrunas, enfermedades crueles, accidentes, suicidios, actos criminales, consumo de drogas, etc., y, por otro lado, en el final de la existencia, colmado de sufrimientos inauditos, que llevan a la gente a la zozobra, la tristeza sin límite, la desesperación, la angustia, y a que se sumerjan en situaciones que no tendrían por qué darse”.

Tras una pausa, añadió: “Al mismo tiempo te agradezco, primero, que, cuando llegas, terminas con esos sufrimientos; segundo, que obligas a que mis abonados agudicen sus capacidades para evadirte mediante investigaciones científicas, procesos, formulaciones, estrategias y otros recursos; tercero, que tu misión lleve a que mi gente se esfuerce por buscarle un sentido a la vida y a tu trabajo, y trate de disfrutar cada momento de su tiempo; y, cuarto, que tú, al determinar que las personas fallezcan, les abras campo en la Tierra a quienes no han nacido todavía”.

Muerte, que escuchaba impávida, mostró sus cartas: “Te doy gracias, Vida, porque cada día facilitas mi trabajo a través de situaciones como las que enunciaste antes (guerras, tragedias, enfermedades, accidentes, epidemias, pobreza, vicios, crímenes y muchas cosas más). Todas esas ocasiones me llenan de alegría. Sin embargo”, agregó, “te odio porque te esfuerzas siempre para que yo no pueda desempeñar a plenitud mi tarea debido a que inventas mil cosas: medicamentos, dietas, cirugías, tratamientos, terapias, disposiciones legales, ayudas y prácticas de toda clase… ¿Tienes alguna pregunta?”. Vida guardó silencio un momento y dijo: “No se me ocurre nada, excepto decirte que tú, al final-final, eres invencible”.

Muerte agradeció con efusividad tales palabras. “Sabía que me lo dirías”, comentó, mientras le guiñaba un ojo a Vida y le golpeaba levemente un hombro con su guadaña, luego de lo cual se enrumbó hacia sus sitios preferidos: vías, hospitales, clínicas, campos, casas, chozas, barriadas, altamar y muchos otros en los que Vida parece reinar a veces, si bien la dama de negro siempre pone el punto final.

INFLEXIÓN. Un tiempo antes de morir, Chopin se preguntaba, envuelto en la nostalgia: “¿Dónde están los amigos inmortales, a quienes veneré y, sin falsa presunción, me veneraron? Liszt, Clara y Robert Schumann, Delacroix, Víctor Hugo. ¿Dónde, las mujeres que me adoraron? ¿Dónde estás, querida María Wodszinska (su amor imposible)?”. Es que Chopin le hablaba a Muerte para que oyera Vida… 

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Ignacio Arizmendi Posada
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