Son alrededor de 30 años que llevamos escuchando el debate acerca de la construcción del metro para Bogotá. Cuando empezamos a ver la luz al final del túnel con esperanza, un capricho político del presidente Petro se atravesaba queriendo enterrar la posibilidad de que se avance en la construcción y que por fin la capital cuente con su primera línea de metro elevada. Un capricho que los expertos han estimado podría costarle a los bogotanos y a la nación entre 8 y 17 billones de pesos, un retraso de años en el cronograma (sin contar lo difícil que es ejecutar obras en el país), además de una cascada de riesgos e implicaciones legales y financieras.
En la más reciente encuesta de Invamer, el 53% de los bogotanos prefiere la primera línea de metro elevada, mientras hace 4 años y antes de la firma del contrato, Yanhaas indicó que el 61% de los bogotanos también estaba a favor de la construcción elevada del metro. Los bogotanos ya en repetidas ocasiones se habían manifestado a través de encuestas. A pesar de esto, el presidente no escuchó la opinión por andar preso en el autoritarismo que le produce su gobierno del Twitter. Por esa misma tribuna hace alarde de su cercanía al pueblo al que se debe, sin intermediarios, cuando lo que se ve es a un presidente que se muestra solo, trinando desde ese palacio triste y frío, aislado de las realidades políticas y causas sociales por las que dice luchar.
Muy a su estilo, con artimañas jurídicas, técnicas, pero sobre todo políticas y dialécticas, a través de un ejército congresional que sólo atiende instrucciones, buscó a como diera lugar, revivir la posibilidad de cambiar los diseños del metro con la aprobación de un artículo en el plan nacional de desarrollo. Indicaba que la nación podría financiar en un monto superior al 70% los gastos asociados a soterrar proyectos férreos en sistemas de transporte público de pasajeros. Una jugadita sin rigor técnico, jurídico ni financiero, que sometía a riesgos innecesarios este anhelado megaproyecto para la capital, pero que gracias a Dios fue atajado por una bancada de oposición juiciosa en el estudio legislativo. El artículo no hacía referencia explícita al metro de Bogotá, aunque tampoco resultaba difícil concluir que su redacción obedecía y obedece al capricho del jefe del estado, que busca imponer a su manera, gústele a quien le guste.
Si la gobernanza con la que se da golpes de pecho fuese real, el presidente habría tenido la voluntad política de avanzar en el proyecto como estaba, sin atravesarse, escuchando el clamor ciudadano y sin soterrar la esperanza de los bogotanos. El metro no puede ser un tema de colores políticos, tiene que ser un tema estructurado y ejecutado sobre consensos, tomando en consideración la opinión y posición de todos los grupos de interés; a los técnicos, jurídicos, financieros, pero especialmente y por encima de todo al ciudadano.
El debate de las ventajas y desventajas, de las fortalezas o debilidades, de un metro elevado o uno subterráneo, pueden ser interminables, pero lo cierto es que Bogotá merece hace mucho tiempo un sistema de transporte férreo digno, que mejore la calidad de vida de todos. Eso sí, al margen de la discusión que pueda generar la segunda, tercera y cuarta línea, la legitimidad del proyecto dependerá de la participación efectiva de la ciudadanía. Se han empleado encuestas, pero ningún mecanismo de participación ciudadano vinculante que avale su construcción. Los bogotanos debemos exigir que se nos consulte qué y cómo queremos la continuación de este proyecto, y así evitamos que, en el futuro, del mismo creador de “yo no lo crie”, “yo no lo escribí”, “yo no la compré”, llegue “yo no lo soterré”