
Hay algo profundamente inquietante en el aire. Algo que no huele a pólvora, pero sí a rabia. Que no suena a disparo, pero sí a insulto viral. Algo que empieza con un mensaje en redes y termina, muchas veces, en una ambulancia o en una morgue.
Lo que está pasando en Colombia no es nuevo, pero sí más evidente: el lenguaje del odio se ha convertido en una forma de exterminio simbólico… que a veces, tristemente, se vuelve literal.
El atentado contra Miguel Uribe, más allá de cualquier filiación política, es un hecho que nos tiene que doler como sociedad. No se trata de estar de acuerdo con él o no. Se trata de entender que cuando a un líder lo quieren callar con balas, todos perdemos la voz.
Vivimos en una sociedad donde se ha normalizado odiar desde la comodidad de una pantalla. Donde se lanza una acusación sin pruebas, se repite sin pensar, se convierte en tendencia, y luego alguien —al otro lado del país o al otro lado del alma— decide actuar. Y dispara.
Pero nadie se hace cargo. Nadie. Las plataformas callan. Los algoritmos premian el escándalo. Y los autores del odio se escudan en la libertad de expresión mientras se deshumaniza al otro.
Yo no escribo esto para justificar nada, ni para señalar con el dedo. Lo escribo porque me duele. Porque he visto cómo la violencia digital intoxica nuestras conversaciones, nuestras casas, nuestras relaciones. Y porque ya no se trata solo de lo que se dice: se trata de lo que ese discurso puede provocar.
No es una exageración decir que una frase puede convertirse en bala. Lo estamos viendo. Y no podemos seguir actuando como si fuera normal. Como si no pasara nada. Como si estuviéramos inmunes al odio hasta que nos toque a nosotros.
Este no es un llamado a la censura, es un llamado a la consciencia. A la responsabilidad de lo que decimos. A pensar antes de escribir. A entender que la diferencia no es el enemigo. Porque si seguimos construyendo un país donde el otro no cabe, pronto no vamos a caber ninguno.
Hoy, más que nunca, necesitamos humanizar el lenguaje. No para volvernos tibios, sino para volvernos humanos.