
En un país donde los gritos tapan los silencios y la infancia es muchas veces una víctima invisible, existe una forma de violencia tan brutal como desconocida: el síndrome del niño sacudido. No aparece en titulares, no genera debates virales, pero cada sacudida puede convertirse en una sentencia de muerte o en una condena para toda la vida.
El síndrome del niño sacudido (SBS por sus siglas en inglés) es una forma severa de maltrato infantil que ocurre cuando un bebé o niño pequeño es sacudido con fuerza. A simple vista, no deja marcas externas. Pero por dentro, rompe vasos sanguíneos, daña el cerebro, causa ceguera, convulsiones, discapacidad permanente… o incluso la muerte. Y lo más trágico: muchas veces no es por “malos padres” o “criminales”, sino por adultos que pierden el control ante el llanto incesante de un bebé. Una reacción impulsiva. Un momento de ira. Un acto irreversible.
En Colombia, no existen cifras oficiales claras. El síndrome es difícil de diagnosticar, se confunde con caídas, accidentes, o incluso negligencia médica. Muchos casos pasan como “muerte súbita”, “trauma craneoencefálico” o quedan en la sombra del miedo y el silencio.
Pero el problema está ahí. En hogares, jardines infantiles, cuidadores no preparados, familias desbordadas por la presión. ¿Cuántos bebés han sido víctimas sin que nadie lo sepa? ¿Cuántas veces una madre o un padre han sentido que “no pueden más” sin tener a dónde acudir?
Hablar del síndrome del niño sacudido no es solo una cuestión médica. Es una urgencia social. Es entender que la crianza no puede seguir siendo un territorio solitario, sin redes de apoyo, sin educación emocional, sin herramientas reales para el manejo del estrés.
No basta con juzgar a quienes cometen este acto. Hay que prevenirlo. Educarlo. Nombrarlo. Visibilizarlo. Que los hospitales lo reconozcan, que las EPS lo incluyan, que los padres y cuidadores sepan que una sacudida puede ser letal. Que el llanto no es un enemigo, sino un llamado de auxilio. Y que el cansancio, la frustración o el estrés no pueden justificar una violencia que se esconde entre los brazos.
El primer paso para proteger la vida de los más pequeños es mirar lo que hemos preferido ignorar.