
En Colombia nada es casual. Cuando el presidente Gustavo Petro compara a Epa Colombia con Álvaro Uribe, no está hablando solo de una empresaria y un expresidente. Está tendiendo un puente político cargado de simbolismo: el de una nación que se mueve entre el espectáculo digital y la política caudillista.
Petro sabe que Epa, con sus keratinas, escándalos y redenciones públicas, es hoy un ícono popular que moviliza emociones en redes. También sabe que Uribe, con su pasado de plazas llenas, batallas políticas y juicios abiertos, sigue siendo el gran referente que divide a Colombia. Ponerlos en la misma frase no es ingenuidad: es estrategia.
La jugada es clara: equiparar el poder de lo popular con el poder político. Desafiar al uribismo con un símbolo improbable como Epa es, al mismo tiempo, un golpe de audacia y un movimiento de provocación. Petro no solo marca la agenda mediática, sino que obliga a todos a reaccionar, a discutir si la comparación es válida o absurda.
Pero la pregunta de fondo es otra: ¿qué nos dice de Colombia que un presidente recurra a Epa para contraponerla a Uribe? Tal vez que este país sigue atrapado en el show, donde la política se mezcla con el rating y el poder se mide más en seguidores que en resultados.
¿Estamos frente a un nuevo lenguaje político que redefine los referentes del poder, o ante una cortina de humo que trivializa los debates de fondo?