Camilo Giraldo no es supersticioso. Tampoco se considera fanático, esotérico o religioso en extremo. Es más, se describe como un hombre creyente, de los que van a misa sólo en matrimonios y entierros. Por eso cuando cuenta la historia de su restaurante, Emilia Romagna, no sabe muy bien cómo explicar la cantidad de circunstancias excepcionales que rodearon su creación.
Antes del restaurante, Camilo no sabía nada sobre cocina italiana. Leyó un artículo hace cuatro años en la revista Le Collezioni y por primera vez se fijó en la bota que se dibuja sobre el Mediterráneo. La nota hablaba de las provincias de Emilia Romagna, mostraba la forma artesanal como preparan el queso parmesano, el vinagre balsámico de Módena y el prosciutto di Parma.
Desde entonces se obsesionó con la gastronomía de esta región del norte de Italia. Se volvió seguidor de sus ingredientes y de las recetas de Mario Batali, uno de los chefs más reconocidos de comida italiana en Nueva York. Entre más ahondaba en el tema, más ganas le daban de abrir un restaurante italiano. El nombre ya lo tenía claro: Emilia Romagna. El universo parecía indicarle algo: Emilia es, además, el nombre de su mamá.
Mario Batali, uno de los mejores chefs de comida italiana en Nueva York
De ella heredó el gusto por la cocina. Emilia Peláez es una señora distinguida que no tuvo ningún problema en ponerse el delantal para cocinar ante la quiebra económica que sufrió su esposo a mediados de los años ochenta. Así, desde que Camilo tenía diez años recuerda que llegaba del colegio y veía a su mamá en la cocina preparando platos para alguna comida por encargo.
La casa de los Giraldo era, en verdad, una casa de banquetes. Camilo dice que él y su hermano, Santiago, eran los niños que mejor comían del salón de clase. Siempre que los invitaban a la casa de algún amigo no faltaba la mamá que se disculpaba en broma diciendo “después de las delicias que hace tu mamá, esto no tiene presentación”.
Sin saberlo, el archivo de la cocina se le grabó en el disco duro, porque después de estudiar administración y trabajar varios años como gerente administrativo y financiero en una empresa de textiles, renunció para dedicarse a hacer algo que de verdad lo hiciera feliz.
Ese algo se llamó Souk, su primera aventura restaurantera. Se asoció con Luis Alejandro Reyes, uno de sus mejores amigos del colegio. Él iba a ser el chef de su restaurante, en el centro de Bogotá. Durante siete meses las puertas de lugar se abrieron sólo para la familia y amigos. Servían comida tailandesa, sushi, carnes a la parilla, pastas, ensaladas y pizza. Era un menú internacional sin nada de fusión.
La inauguración fue memorable. Luis Alejandro se consiguió una especie de “vademecum del sector público” e imprimió dos mil invitaciones que mandó a todos aquellos que trabajaran en el centro. Sólo llegaron 400. El restaurante tenía 80 sillas. El caos fue general. A nadie le llegó la comida al mismo tiempo. Camilo afirma que ese día aprendió que mover la cocina es un arte que requiere de mucha sutileza y sincronización. Sin embargo, y a pesar de que a muchos les llegó mal el pedido, la gente regresó, en especial, por el pollo limonaria y el cerdo agridulce picante.
Al mismo tiempo que cocinaba para Souk, Camilo ayudó a montar El Salto del Ángel, en el parque de la 93. A esto le siguieron otros dos Souks, uno en la Calle del Sol y el otro en la plazoleta del hotel Sheraton, en calle 26. Cuando le llegó su momento, lo vendieron a una tercera persona, Luis Alejandro se dedicó a sus fincas y él se quedó con su trabajo como director de operaciones en El Salto del Ángel.
Un par de años después, cuando tuvo claro que iba a montar el restaurante italiano no se lo dijo a nadie. No sabe si por agüero o por miedo a que le quitaran la idea. La primera en enterarse fue una amiga a la que se encontró a la salida de la embajada de Italia cuando fue a sacar la visa para ir a conocer Emilia Romagna. Esa amiga vivió varios años con un italiano que, da la casualidad, hoy se dedica a comercializar aceite de oliva, aceite balsámico y vinos en Italia. Le dio sus datos: se llama Lorenzo y vive en Umbría.
Lorenzo Fassola Bologna, amigo por casualidad y uno de los productores del mejor acoete de oliva del mundo.
Antes de viajar, ya había conseguido la casa de la calle 69ª. De nuevo, por cosas extrañas de la vida, decidió contarle a una sola persona. Su amigo se emocionó y le dijo que le tenía el chef perfecto para el proyecto. Camilo, de forma cordial, le agradeció el ofrecimiento pero le dijo que eso ya estaba cubierto: él iba a ser el chef de su restaurante. Pero, ante la insistencia de su amigo, decidió hacerle una entrevista a este supuesto súper chef radicado en Nueva York. Su nombre era Daniel Castaño, y la coincidencia de ese encuentro ya rayaba en lo sobrenatural: había trabajado por siete años en uno de los cinco restaurantes de Mario Batali en Nueva York. Incluso alcanzó a ser chef ejecutivo, había renunciado el día anterior y estaba sin trabajo.
Camilo y su socio, el chef de Emilia Romagna Daniel Castaño, la primera semana de pruebas del restaurante.
Camillo llegó a Bologna, capital de la provincia de Emilia Romagna. Alquiló una cama en un hostal y sin un plan definido comenzó a visitar restaurantes. Hasta allá lo acompañó el sino que había tenido el proyecto. En uno de los sitios que visitó conoció a Franco, un hombre cincuentón que lo invitó a visitar su casa en Módena, si alguna vez pasaba por allí. Esa era su próxima parada. Más casualidades.
Parado en la plaza central de Módena, y haciendo a un lado las sospechas de que Franco era un gay que le coqueteaba, decidió llamarlo. Después de un saludo alegre, el italiano le preguntó la calle donde estaba y en pocos minutos lo recogió para ir a comer en casa de unos amigos: se trataba de veinte empresarios de cerámica que una vez a la semana se reunían a comer la comida típica de la región en esa mansión a las afueras de Módena. Esa noche el menú fue pasta con fagioli –pasta con frijoles‒ y atún curado en aceite de oliva con cebolla, tomate y balsámico.
En medio de los vinos y tragos de grapa –un aguardiente italiano digestivo‒, Camilo les contó su historia y la fascinación que sentía por todos los productos y comida de esa región. Ellos, que no creían que un colombiano estuviera allí para montar un sitio de comida italiana en Bogotá, lo llevaron de inmediato a un ático lleno de barriles donde producían su propio aceto balsámico –aceto traduce vinagre, no aceite‒.
Mesa típica italiana
Camilo sintió lo mismo que un aficionado a los carros cuando ve un Ferrari. Estaba emocionado de verdad ante esta nueva coincidencia. La emoción subió de nivel cuando, de vuelta en la gran mesa italiana, el señor Corrado, dueño de la mansión, le pasó una caja con una botella del tamaño de un perfume. Era un balsámico de 30 años de añejamiento. Cuando se lo entregó le dijo: “Camilo, esto es sólo para los amigos y la familia”. Un par de grapas más tarde el señor Corrado le pasó otra botellita. Leyó en el frasco “50 años de añejamiento”. Hoy, tres años después, todavía conserva las botellitas que dicen Aceitaia privata Corrado Fontani, y como se lo aconsejó su amigo italiano, sólo las usa en ocasiones especiales con sus amigos, su novia o su familia.
Durante la comida en la mansión a las afueras Módena. Camilo posa con Franco, el señor Corrado y el resto de los empresarios que cenaron allí esa noche.
Pero aquí no paran las casualidades. Cuando llegó a Umbría con el firme propósito de conocer al comercializador de vinos y aceites balsámicos, se sorprendió al ver que Lorenzo Fassola Bologna, nombre completo del ex novio de su amiga, lo recogió en un Mercedes Benz muy bonito. Le hizo dos preguntas: que si se mareaba con facilidad y que si le gustaba la velocidad. Su amiga no le había contado algunos detalles: que Lorenzo corría carros como hobby, que su casa era un castillo y que el aceite de oliva que comercializaba no era cualquier aceite de oliva, sino el mejor del mundo. Lo produce en su castillo, Montevibiano, construido 200 años antes de Cristo.
El castillo Montevibiano construido 200 años antes de Cristo, tiene una piscina que data de 1926.
Con Lorenzo conoció los mejores restaurantes de la región y probó los mejores platos que ha comido en su vida. Los que más recuerda son la pasta caramelli, un envuelto de pasta en forma de caramelo rellena de prociutto con salsa de queso, y los ovioli, una especie de champiñón silvestre que crece sólo unas semanas al año y es más costoso que las trufas blancas.
Cuando regresó a Bogotá, la obra estaba atrasada. La casa era de conservación nacional y el papeleo y los trámites para tumbar una pared eran insoportables. Por esos días una amiga le hizo una lectura de Feng Shui al lugar. Él no es para nada esotérico, pero lo sorprendió que su amiga le dijera que la casa era perfecta en términos de flujo de energía. Sólo había que poner un poco de tierra en una pared, algunas fuentes de agua y un poco de hierro en uno de los pisos. Lo único que tuvo que hacer fue lo de las fuentes, porque coincidencia o no, en la pared donde debía poner la tierra ya estaba destinada la huerta vertical que hoy adorna la terraza del fondo. En cuanto al hierro, en la sala de espera, debajo del piso de madera, los constructores habían puesto una plancha de metal para darle más solidez.
A Emilia Romagna no para de entrar gente. La primera vez que Camilo sintió que había hecho algo importante fue el día que contestó el teléfono y del otro lado alguien pedía una reserva para el ex presidente César Gaviria. Hoy es uno de los clientes asiduos, junto al ex presidente Samper, Jaime Sánchez Cristo y María Isabel Rueda.
Su buena comida hizo que lo contactaran del Hotel Tcherassi, en Cartagena, para que Emilia Romagna fuera el restaurante del hotel boutique de la diseñadora. Él aceptó, pero con la condición de que se tenía que llamar Vera, como la mamá de la barranquillera. Fue difícil que aceptaran. Parte de su argumentación fue que vera, en italiano, quiere decir “verdad”. De ahí, “la verdadera comida italiana”.
Honrar a padre y madre, como dice la Biblia, debe tener sentido. Al menos eso dijo Teófilo, uno de los hombres que le ayudaron a instalar las cocinas. “Teo” había sido escolta de un narco muy poderoso al que mataron. Por eso se volvió cristiano, “se volvió bueno”, dice Camilo. Él fue el que le dijo que quería orar por el futuro del restaurante, porque seguir los mandamientos de Dios le iba a traer muchos clientes y buena fortuna. Camilo, que no es muy creyente pero es respetuoso de las creencias de los demás, dice que los rezos de Teo se hicieron realidad.
Puede sonar a cuento de ficción. Demasiadas casualidades para ser ciertas. Pero cualquiera que vaya al restaurante italiano de la Zona G puede comprobar que en Emilia Romagna no se come sólo una vez.
Terraza del restaurante Emilia Romagna en la zona G.






