Por más de dos décadas, Erwin Carreño ha sido maquillador. Pero reducir su historia a brochas, bases y sombras sería un acto injusto. Su oficio empezó como un secreto y terminó convirtiéndose en un refugio —primero para él, luego para miles de personas que lo siguen en redes sociales buscando algo más que un tutorial: buscando consuelo.
Hoy, a los 48 años, Erwin cuenta su historia sin temblor en la voz. Pero detrás de cada logro hay silencios que lo acompañaron por años.
El maquillaje como refugio… y también como miedo
Erwin descubrió desde joven que transformar un rostro era también tocar una fibra emocional. No era vanidad: era autoestima. Era devolverle a alguien la posibilidad de mirarse al espejo sin dolor. Sin embargo, crecer en Bucaramanga, en un entorno tradicional y profundamente machista, significó que su pasión no solo lo llenara de dudas, sino de miedo.
“Lo hacía a escondidas”, recuerda. “Temía que mi familia o mis amigos relacionaran mi oficio con juicios sobre mi sexualidad. Me incomodaba, así que todo lo hacía en silencio.”
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Ese silencio duró años, hasta que una vecina —que atravesaba quimioterapia— le pidió ayuda. Quería asistir a una fiesta familiar, pero sentía vergüenza de mostrarse sin cejas, sin pestañas, sin cabello. Erwin, sin herramientas profesionales aún, tomó prestado el maquillaje de su mamá y le hizo un look sencillo, casi improvisado.
El resultado cambió su vida más que la de ella.
“Se vio al espejo y sonrió como si hubiera recuperado algo que la enfermedad le estaba quitando”, cuenta. “Ahí dije: esto es lo que quiero hacer. Dar instantes de felicidad.”
La vecina falleció tiempo después, pero el recuerdo de ese día fue la puerta que rompió el anonimato.
El peso invisible del ‘qué dirán’
Aunque ya trabajaba como maquillador, por dentro la batalla era otra. Durante años cargó con ansiedad, frustración y episodios de depresión que nunca fueron diagnosticados formalmente, pero que él aprendió a reconocer cuando dejaron de dejarlo ver lo bueno que sí tenía alrededor.
“Llegó un momento en que hacía las cosas solo para agradar a otros”, confiesa. “La familia, los amigos, la sociedad… todos opinaban. Y uno se apaga tratando de encajar.”
Su madre, su mayor soporte, siempre quiso lo mejor para él. Pero incluso el cariño puede empujar sin querer hacia caminos ajenos. Su padre, en cambio, fue ausente. “Ella fue mi guerrera”, dice. “Ella fue todo.”
Los años pasaron, pero esos altibajos no desaparecieron. “No puedo decir que toqué fondo una sola vez. Han sido varios momentos”, admite. “A los 15, a los 30, a los 40… uno nunca está totalmente a salvo de esos vacíos.”
Las redes sociales: el escenario que no sabía que necesitaba
Entrar a redes no fue fácil. Su primer video lo hizo con dudas. Antes de publicarlo se lo mostró a su mamá, quien no lo comprendió del todo. Aun así, él decidió dar el salto.
“Tenía miedo, pero me dije: no puedo seguir viviendo para el qué dirán.”
El primer live tuvo apenas diez espectadores, casi todos conocidos. Pero insistió. Y un día vio el número “700”. Después “1000”. Luego “2500”.
Ahí entendió que su mensaje —no solo su maquillaje— estaba llegando donde debía.
Nunca hizo de sus transmisiones un espacio de burla o agresión. “Para eso ya está llena la vida”, dice. En sus lives mezcla técnicas de maquillaje con reflexiones sobre autoestima, salud mental, amor propio y resistencia emocional.
Su lema se volvió un faro: “Primero maquilla tu alma y luego tu rostro.”
Con el tiempo, personas de todas partes comenzaron a escribirle: madres que habían perdido a sus hijos, jóvenes con pensamientos suicidas, personas que se sentían solas. Todos buscaban en él algo que las redes no suelen ofrecer: compañía.
Y él la daba. Aunque eso también lo desgastara.
El desgaste invisible del que ayuda
Mientras repartía palabras de ánimo, por dentro batallaba con la falta de recursos, contratos que no llegaban y la frustración de sacrificar trabajos por sostener una comunidad que lo necesitaba.
“Nadie sabe lo que pasa cuando apagas la cámara”, confiesa. “A veces me tocaba comer arroz con huevo porque no había más. Pero igual hacía el live. Sentía que era mi misión.”
Las críticas también aparecían: insultos, ataques por ser hombre y maquillarse, burlas gratuitas. Pero él seguía firme: “Si hago el bien, algo bueno tiene que llegar.”
El viaje que le devolvió la esperanza
Y llegó. Como si el universo hubiera decidido recompensarlo por tanto aguante, la vida le regaló un viaje inesperado. Un respiro. Un recordatorio de que no todo es peso, que también hay luz.
Ese viaje, cuenta, llegó “en el momento perfecto”, cuando más lo necesitaba. “Me recordó que la vida es hermosa, que Colombia es hermosa, que yo todavía tengo cosas por vivir.”
Lo conectó, además, con una amiga muy especial: una mujer mayor que se convirtió en guía espiritual y que, antes de fallecer, le dejó una última enseñanza: creer en sus ángeles.
Hoy, Erwin sigue maquillando. Pero su verdadero trabajo ocurre antes de la brocha.
Se sienta frente a su espejo, mira la cámara y repite su mantra silencioso: “Si puedo hacer que una persona se sienta un poquito mejor, valió la pena.”
Porque su historia no es sobre maquillaje.
Es sobre humanidad. Sobre sanar. Sobre recordar que todos —como él— necesitamos que alguien nos pinte luz cuando sentimos que la vida se nos desvanece.
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