Cuando estaba a punto de nacer, su padre fue asesinado. Su mamá, sin recursos económicos y en medio del analfabetismo, lo cuidó y le dio lo que pudo. Sin embargo, desde muy pequeño tuvo la necesidad de ganar dinero para, según él, comprar una casa con teja de barro para su madre. Fue panadero, carpintero, tapicero y tiempo después se encontró con la oportunidad de su vida. Esta es la historia de Gumercindo Gómez, el hombre que vendió su primer colchón en $50 pesos y que hoy, a sus 77 años, cuenta cómo ha logrado mantener a una de las compañías nacionales más importantes: Colchones el Dorado. Una empresa que tiene 32 puntos de venta en todo el país y espera alcanzar un ritmo de ventas superiores al 15 % comparado con el 2012.
El comienzo de una historia de esfuerzo
"Vivía como un pajarito. En plena libertad, disfrutando de la naturaleza, de mi bello pueblo que era Ciénega, Boyacá. Allí vivía comiendo toda clase de frutas, varias de ellas silvestres. Comía muchas moras, cerezas y caña de maíz. Viví una niñez supremamente feliz y la disfruté mucho realmente”.
También era un ocioso ya que no tenía ningún impedimento en treparse a un árbol para saciarse de cerezas entre las ocho de la mañana y las cinco de la tarde hasta que su madre, Concepción Caro de Vargas, lo bajaba a pedradas. “Bajaba como una mujer embarazada de tanta fruta que comía, pero me llevaba una bolsita de cerezas para más tarde”.
Su primer negocio, sin quererlo, lo desarrolló en la escuela. En su pueblo casi todos eran analfabetas y cuando alguna carta llegaba tenían que acudir a un letrado, que les cobraba por el servicio. Pero el niño de apenas ocho años había desarrollado la habilidad de leer y escribir en tan solo seis meses. Algo que muchos admiraban pero que para él era algo normal.
Cuando se enteraron de su habilidad acudieron a él para que les leyera y respondiera todos los escritos. Ni corto ni perezoso, Gómez les propuso que por cada carta tenían que cancelar cinco centavos. “Aunque me dijeron que era un chantajista, me pagaron mis cinco centavos y con eso tenía para comprar una panela que costaba tres centavos y me sobraba plata. Le hablo de 1944”.
Estudió solo dos años en la escuela pública cuando cansado de vivir en la pobreza junto con su madre decidió abandonar la institución educativa y “mandarlo todo al carajo” para conseguir algunos pesos de más. Viajó a Tunja, una ciudad que quedaba a 31 kilómetros de Ciénega. “Mi mamá me echó la policía cuando le dije que me iba a trabajar y dejaba de estudiar. Me cogieron y me llevaron a la alcaldía y me dijeron que no podía dejar de estudiar porque la ley me lo prohibía. Yo les dije que lo sentía mucho pero que no iba a estudiar más y que me iba (…) Sabía que no me podían meter a la cárcel. Así comenzó mi trasegar”.
Al llegar a la capital de Boyacá Gumercindo de diez años trabajó inicialmente en la casa de su tía con el esposo, ornamentador de profesión. Ahí aprendió a fabricar azadones y picas. Las tenía que vender en la plaza de mercado los días viernes. “Ese fue mi primer trabajo pero yo quería un trabajo más fuerte porque quería aprender otra profesión”.
-Mijo le tengo el trabajo que usted necesita: asistente de panadería-, le dijo su tía.
Gumercindo entró como asistente. Tenía que levantarse a la una de la mañana a hacer pan. Trabajaba cinco horas hasta que a las seis le llenaban una canasta de mogollas que debía vender. Regresaba a las nueve, le daban un buen desayuno y le volvían a llenar la canasta de panes para que fuera a ofrecerlos a los pueblos aledaños a Tunja. Cumplido el objetivo jugaba fútbol con sus amigos de cuadra hasta las 8 de la noche cuando la dueña de la panadería los llamaba a dormir, sabiendo que a la una de la mañana debía levantarlos de nuevo.
Es difícil levantar a un niño de 12 años a la madrugada. Gómez comenta que la dueña de la panadería luchaba para levantarlos. Duraba hasta dos horas hasta que se le ocurrió una buena idea. “Nos mandó las manos a los testículos. Lo hizo una vez y lógicamente quedamos de pie. Al día siguiente sentíamos los pasos de ella y cuando abría la puerta ya todos estábamos sentados. Esa fue la fórmula mágica para levantarnos a la una de la mañana".
Duró dos años trabajando hasta que supo que Bogotá era la ciudad de las oportunidades. Se encontró a un tío que vivía allí y le pidió que lo ayudara a conseguir un trabajo.
La perserverancia lo llevó al éxito.
En Bogotá vivió en la casa de los compadres de su tío. Durante cinco años tuvo tres oficios: fundición, del que renunció porque trabajaba muy cerca del fuego y se enfermó; puliendo granito, y de carpintero. “Me contrataron para calentar la cola, producto con el que se pegaban los muebles de aquella época”.
Con menos de 20 años Gumercindo era un hombre inquieto. No solo se dedicó a calentar la cola sino que aprendió a tapizar. Recibía un sueldo de $2 pesos diarios, $14 pesos a la semana. Trabajó así durante dos años y siempre que le pedía aumento a su jefe, este le decía:
-Si no le gusta el sueldo, ¡no vuelva!-. Gumercindo se hacía el de la vista gorda y el lunes era el primero en llegar. Lo echaron cuatro veces. Su deseo de aprender lo llevó a aguantar. Pero la cuarta fue la vencida. Renunció y se fue a buscar una oportunidad a media cuadra de su anterior trabajo. Una fábrica de muebles en la que preguntó si necesitaban ayudante de tapicería.
-¿Cuál es su especialidad?
-Resortar y pintar muebles.
¿Cuánto le pagan?
-Diez pesos diarios pero me quiero ganar $12-, dijo sin pena y con seguridad.
-Véngase a trabajar el lunes y el sábado vemos si le pagamos diez o $12 pesos.
-¡Acepto!
Trabajó esa semana sin descanso. “Yo trabajaba sabroso porque ante todo era un empleado incansable”; ese fin de semana le dieron cerca de $70 pesos, unos sobre otros, le habían aprobado el contrato sobre $10 pesos diarios. En una semana ganaba lo que en su anterior compañía hacía en un mes. Regresó a cobrar las cesantías que le debían donde su anterior patrón.
-Oiga, ¿Qué le pasó? ¿Por qué desapareció?
-Usted me echó y conseguí trabajo a la vuelta de la cuadra. Me están pagando $12 pesos diarios-, mintiendo por segunda vez para conseguir alguna nueva propuesta.
-Véngase el lunes a trabajar y yo le pago los 14 pesos-, dijo su empleador. -¡No vuelvo!, si quiere le ayudo en las noches por contrato a tapizarle un somier.
-Hágale pues.
El trabajo fue tan próspero para Gumercindo que llegaba a ganar hasta $100 pesos a la semana. Era buen dinero para el campesino boyacense que estuvo a punto de abandonar el sueño de trabajar.
Lo más extraño del caso es que el jefe que lo echó cuatro veces y lo “explotó” durante tres años le dio la clave del éxito.
-Chino, donde usted trabaja hay una fábrica de colchones Pullman. ¿Ya aprendió a hacer colchones?-, le expresó su jefe sin el mayor interés.
-¿Para qué?
-En la mitad de esa casa hay una fábrica de colchones, la idea es que aprenda y se viene y ponemos una fabriquita en compañía. Aprenda que pa’ antier es tarde.
Se hizo muy amigo de los colchoneros. Durante el almuerzo, con un pan francés y una gaseosa en el estómago, le ayudaba a los obreros con los colchones. Treinta días después hizo su primer colchón. “Me quedó tan bonito, que superaba al de ellos”. Guardó su obra de arte en un taller hasta que un día un señor lo vio y le gustó. Le preguntó cuánto valía y Gómez le dijo que $50 pesos. Los materiales le habían costado $25. Se lo compró.
Su otro empleador, el que le había sugerido la idea de los colchones, le propuso irse a trabajar de tiempo completo con él. Le propuso una sociedad.
Tiempo después, y afanado por la idea loca de inventar su propia máquina de resortes, la armó con $50 pesos en materiales. Ya estaba consumando el negocio. "Metía el alambre y con la manivela le daba vueltas hasta que terminaba en forma de resortes. Lo cortaba con un alicate, lo sacaba y lo enviaba a una prensa. Quería exhibir la máquina y enchaparla hasta en oro", cuenta el hombre que años después llegó a contar con más de diez empleados que fabricaban cerca de 250 mil resortes en treinta días.
La sociedad con su anterior patrón y ahora amigo terminó a los dos años. "Él era desorganizado, preferí partir y con una maquinita de coser Singer cosía los forros y me instalé por mi cuenta. Arrendé un tallercito con una enrramadita porque en la parte de arriba podía trabajar de pie, pero en la parte de abajo me tocaba trabajar con la cabeza agachada. Duré tres meses y me pasé a un sitio más adecuado", dice Gómez, quien tiempo después le cambió la razón social a su empresa Sueño Dorado por Colchones El Dorado.
Partía de ceros nuevamente ya que con su antiguo socio no pagaba arriendo. Consiguió un local y en el barrio Benjamín Herrera se afianzó la compañía. A pesar de la falta de capital de Gómez empezó a llegar mucho trabajo. Comenzó con dos colchones al mes, después uno por semana, luego cuatro, contrató un empleado, ya que debía hacer uno diario.
Fue un trabajo arduo. Trabajaba de seis de la mañana a doce de la noche. Se levantaba a las cinco, se bañaba y trabajaba hasta las nueve. Desayunaba de nueve a nueve treinta, almorzaba a las doce del medio día, reposaba media hora y continuaba hasta la media noche. "Yo hacía colchones y tapizaba muebles. Con lo que ganaba haciendo muebles invertía en los colchones. Una lucha ardua, tremenda, hermosa. Cada vez que me acuerdo de eso me da satisfacción. Saber que pasé por las verdes y las maduras".
Hubo superavit de colchones. La demanda era cada vez mayor y tuvo que alquilar una casa contigua para poder emplear a más gente con la que pudiera cumplir con la demanda. Aquí la vida le volvió a dar un giro importante. No solo se le "apareció la virgen" sino que su segundo gran negocio estaba a punto de darse.
El dueño de la Casa de la Greca, ubicada en el centro de Bogotá, le ofreció un lote en la calle 13 con carrera 68. "Aquí en ese entonces no había sino solo una carretera llena de curvas. No existía la avenida que conocemos actualmente". El lote costaba 90 mil pesos que fueron regateados. Gumercindo no tenía dinero para comprarlo, pero en cambio, ofreció que cancelaría la deuda con colchones. El propietario aceptó.
Cada colchón costaba $120 pesos aproximadamente, el fabricante debía entregar cerca de 750 colchones en un lapso no mayor al año para saldar sus deudas. Aquí empezó a quedarse sin fuerzas. Trabajaba para pagar un lote y estaba endeudado hasta el cuello. Todos sus acreedores lo denunciaron por lo que Gómez tendría que ir a la cárcel. Conocido por su puntualidad, se acercó a cada uno de los prestamistas y les contó el drama de sus colchones y el lote. "Les decía que me dieran espera, que ese lote que había comprado y que estaba bien ubicado, iba a ser el futuro mío y de mi empresa".
Logró, con los esfuerzos más grandes, cancelar el lote. Aquí comenzó otra etapa, la de construir. Invertía todas sus ganancias en la bodega y el taller. Tiempo después el salón estaba terminado pero no tenía cómo empañetarlo ni pintarlo. Acudió a un amigo a quien también le pagó con colchones.
"Cuando ese local quedó pintado fue una locura. hice un fiestononón, Algo que nunca hubiera pasado por mi mente". Así edificó y construyó el segundo piso y cumplió con todas sus obligaciones. En este punto de la historia Colchones El Dorado adquirió el grado de madurez necesaria como compañía. Gumersindo empezó a ver los frutos de su esfuerzo y las ganancias le llegaban netas. Comenzó a disfrutar. "Ya me podía dar una buena vida con mi esposa y mi hija, paseábamos rico y comencé a viajar por el exterior".
En los años ochenta recibió su primer pasaporte y a lo largo de los próximos años ha conocido 57 países. Dice que el que más le gusta es Colombia, seguido de Suiza e Italia. Conoce todo lo que puede sin estrés, ni prisa y con atención. Aprendió francés e inglés con el objetivo de complementar los múltiples cursos para mejorar su vida empresarial.
La empresa se consolidó y creció en ventas. Las ganancias incluso le dieron para pautar en televisión. La marca era una de las más sonadas a nivel nacional. A finales de los ochenta expandió su modelo de negocio. Esto en medio de la burocracia y los excesivos impuestos.
"Abrí sucursal en Medellín luego de tomarme unos tragos con unos amigos y tomar la decisión de aumentar los puntos de venta. Ya Bogotá me quedaba pequeña (...) luego abrí en Cali, en Barranquilla y en otras ciudades".
Su gran error
En 1996 construyó, sin asesoría, el edificio que casi lo lleva a la ruina. Está ubicado en las que hoy en día son las oficinas principales (calle 17 con 80). Gumercindo Gómez edificó desviando muchos recursos de la empresa. Entró en una crisis y tuvo que recurrir a la ayuda del gobierno.
"Fue aquí cuando entendí que me faltaba actualización. No podía manejar la empresa artesanalmente. Tenía que convertirme en un empresario de carrera". Empezó a capacitarse. Hizo cursos de alta gerencia, de procesos de franquicias, de planeación estratégica, aprendió lo necesario para mantener una empresa del tamaño de la suya.
El hombre que comenzó vendiendo un colchón a la semana, remontando su propio calzado para ahorrar lo mínimo, hoy tiene 175 empleados directos y más de 500 indirectos. Produce más de 6 mil colchones al mes, unos 70 mil al año y cuenta con más de treinta puntos de venta en Colombia.
Su hija es la gerente general, su hijo el jefe de sistemas y él, ahora presidente vitalicio, se dedica a contar su historia de éxito empresarial en los claustros universitarios del país. Aún hoy, como toda la vida, llega hacia las nueve de la mañana a su oficina. Confiesa que el gran reto es despegarse de su colchón, que dice, es delicioso. Está pendiente de todos los procesos de elaboración del producto que le ha dado sentido a su vida y con el que ahora duerme tranquilo.
"Tengo 77 años, eso es lo malo, que la vida pase, no debiera suceder esto. La vida es muy linda y qué bueno que uno se mantuviera en ella siempre. Yo le pido a Dios que me deje vivir 100 años para trabajar 99 y sólo el último día dejarlo pa' morirme."
Twitter: @cahurtadokyk
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El 'cacique' de los colchones
Dom, 20/10/2013 - 18:02
Cuando estaba a punto de nacer, su padre fue asesinado. Su mamá, sin recursos económicos y en medio del analfabetismo, lo cuidó y le dio lo que pudo. Sin embargo, desde muy pequeño tuvo la necesid