Así me emburundangaron

Mié, 14/12/2011 - 16:30
Mientras se asaban mazorcas y una docena de personas trataban de bajar de peso haciendo aérobicos en el Parque Nacional de Bogotá, Alex Coronado bebía una Coca-cola

Mientras se asaban mazorcas y una docena de personas trataban de bajar de peso haciendo aérobicos en el Parque Nacional de Bogotá, Alex Coronado bebía una Coca-cola dentro de un taxi pensando que lo iban a matar.

Sucedió el 20 de diciembre de 2009 a las 10:00 a.m. en el Parque Nacional. Era un día soleado. Por la Carrera Séptima de Bogotá marchaban filas de bicicletas y patines. Era un domingo de ciclovía. Todos iban vestidos con sudaderas y pantalones cortos. Alex estaba asándose bajo una gabardina verde de cuero, pantalón negro de paño y camisa blanca de cuello. Su pelo engominado le llegaba hasta la mitad de la espalda. En una maleta llevaba ocho pares de zapatos para bailar tango hechos por él que debía entregar a varios clientes. En una mano cargaba un portavestidos con dos atuendos nuevos para una presentación. Alex, de 29 años, trabaja como profesor de tango y en la época del robo tenía una fábrica de zapatos.

Hacía cinco minutos se había bajado del bus y caminaba por el parque cuando recibió una llamada, sacó el celular del bolsillo, un iPhone comprado días antes, y dijo que no tardaba en llegar. Lo esperaban a tres cuadras de distancia para grabar unas escenas de una obra de teatro.

Cuando le dieron burundanga, Alex Colorado vendía zapatos. Hoy es bailarín y profesor de tango.

Un mendigo se acercó, le pidió una moneda, Alex, impulsado por el afán negó con la cabeza. El hombre de la calle insistió y al notar que no iba a obtener dinero por las buenas, le jaló la gabardina. Cuando el profesor de tango pretendía reaccionar por la ofensa, sintió que le tiraban del pelo. Había alguien más. Al voltear se encontró con dos revólveres apuntándole en la cabeza, a plena luz del día, en medio del parque, ese domingo de ciclovía. El mendigo se marchó. No se sabe si de miedo ante los hombres armados o porque había cumplido su papel para consumar el delito.

Uno de los recién llegados seguía aferrado a su pelo; con revólveres lo amenazaban de penetrarle el cráneo si trataba de huir. Un taxi estacionó a dos metros y los atracadores, sin dejar de apuntarlo, abrieron la puerta del taxi y lo arrojaron adentro. Alex cayó sobre la espalda en la silla trasera y cuando intentó levantarse sintió un brazo rodeándole el cuello. El otro hombre se le sentó en las piernas para inmovilizarlo. Solo recuerda a un atracador, al de las piernas. Según Alex parecía una versión macabra de Carlos Vives porque tenía sus facciones, pero unos ojos de no tener fanáticas sino muertos en su haber. Un tercer personaje, aparte del taxista, se subió rápido en la silla del copiloto.

Nadie se dio cuenta o nadie quiso ayudar. Pensó que debía haber gritado, corrido o haber lanzado un manotazo, patada voladora, cabezazo o pisotón para librarse del atraco. Se daba golpes de pecho. La suerte estaba echada y jugaba en su contra.

La persona que consume escopolamina pierde la capacidad de reflexionar y obedece instrucciones como un autómata.

–Cálmese, no se haga matar, si todo sale bien no le va a pasar nada –decía el taxista sin voltear el rostro.

–La plata la tengo en el bolsillo, sáquenla pero déjenme ir –decía Alex. Los dos hombres que lo amenazaban con los revólveres le quitaron la gabardina, le sacaron 400.000 pesos del bolsillo y le robaron el iPhone. Lanzaron la sim card por la ventana y apagaron el equipo.

–De verdad que si me dejan ir no voy a decirle a nadie. Confíen en mí que ni volteo a mirar. Lo juro.

–¡Qué tal este guevón! –dijo el copiloto mirando a los demás.

–Cuánto cree que vale su vida –comentó el taxista mirando por el espejo retrovisor. Alex no replicó más.

El personaje parecido al Carlos Vives sacó dos tarjetas de cuentas bancarias de la billetera. El premio mayor no estaba en la gabardina, los ocho pares de zapatos, los vestidos nuevos o el dinero del bolsillo. Estaba en el cajero.

El copiloto se volteó y pasó a uno de los delincuentes una Coca-cola.

–Hasta aquí llegué –pensó Alex Coronado–, me van a matar. Sintió un estremecimiento en el cuerpo, como si la muerte le hubiera rozado con sus huesudos dedos la espalda en señal de advertencia. Después vendría la droga y luego se vio a sí mismo en el titular de un periódico amarillista acompañado de una sangrienta foto.

–Nos vamos de paseo –es la última frase que recuerda.

Estaba acostado. Le abrieron la boca y le embutieron todo el pico de la botella. Casi ahogado por la Coca-cola, que bajaba a chorros por su garganta, volteó el rostro para toser. Luego le dieron una bofetada y terminaron de vaciar el contenido de la botella en su boca. A los pocos minutos la mente se le apagó.

El cerebro ordena al cuerpo, pero cuando el cerebro está apagado el cuerpo busca a quién obedecer. Eso sucede con la escopolamina. La víctima no puede pensar. Pierde la voluntad pero conserva la memoria: no se olvidan las claves, las direcciones ni números telefónicos.

Cuando Alex bebió la Coca Cola que le obligaron a beber los delincuentes, pensó que iba a morir.

Los atracadores, secuestradores o violadores le dan a beber a la víctima una dosis inferior a los 100 miligramos. De diez a quince minutos después de ingerida la dosis, la víctima siente la saliva espesa y adormilamiento. Cuando se presenta una sobredosis, los síntomas son arritmia cardiaca, insuficiencia respiratoria, depresión severa, convulsiones y colapso vascular que puede producir la muerte.

La burundanga solo se ingiere en las bebidas, no entra por el olfato como el cloroformo, que atonta y duerme a quien lo inhala. Los delincuentes pueden disfrazarse de promotores de una marca reconocida de bebidas, poner un rostro sonriente y ofrecer degustaciones para captar víctimas. Otros promueven cremas o perfumes con muestras de cloroformo y convencen a las personas para que inhalen el producto.

Alex Coronado despertó el lunes a las 7:00 p.m. en una clínica de Engativá. Estaba en una camilla conectado a una bolsa de suero. No podía abrir bien los ojos, la luz le molestaba. Tenía escalofríos y unas ganas incontenibles de vomitar. Se dio cuenta de que el paseo en taxi no había sido un sueño. Fueron 33 horas de su vida perdidas en un limbo. La enfermera entró con un plato de comida que el enfermo rechazó sin mirarlo. Podía haber sido el mejor plato del mundo pero el cuerpo no quería consumir sino devolver cuanto tenía en el estómago.

Treinta y tres horas de su vida han sido borradas por completo de su memoria.

Durmió confundido. No llamó a nadie. Vivía solo en el centro de la ciudad y era normal que no se comunicara con la familia en varios días. Después les contaría lo sucedido, en realidad ni él mismo sabía su propia historia y la enfermera no pudo aclararle nada.

Cuando despertó, a las 8:00 a.m. del martes 22 de diciembre, se encontró de frente con el rostro de una señora enjuta, de pelo cano. Podría ser parte de un nuevo sueño. Cuando cerraba los ojos y los volvía a abrir pasaba algo raro.

Ante la mirada de confusión de Alex, la señora le dijo que se tranquilizara. Alex trató de buscar en el rostro de la anciana un personaje conocido. Se esforzó pero descubrió que era una completa extraña. Ella comprendió y se presentó como María, luego le contó cómo había llegado al hospital.

En las horas muertas, es decir, desde las diez de la mañana del domingo y las 7:00 p.m. del lunes, el cuerpo de Alex recorrió el centro de la ciudad en un taxi, visitó varios cajeros y luego fue abandonado a unos metros de la Casa de la Cultura de Fontibón. A las 8:00 a.m. María salió con un nieto de 16 años a comprar unos víveres para el desayuno. De regreso a la casa vio al profesor de tango tendido en el suelo junto a sus papeles de identidad.

Mientras se acercaron, abuela y nieto pensaron en todas las posibilidades: el joven podía estar borracho, herido, drogado o muerto. El nieto notó que no tenía la rigidez cadavérica y le dio varias bofetadas. Pero no reaccionó. Le hicieron la parada a un taxi y subieron al desconocido.

A Alex lo encontraron tendido en el suelo, en plena calle, junto a sus documentos de identidad.

-¡Mis papeles! –dijo con la voz agitada Alex. No había pensado en eso.

–No se preocupe, yo se los guardé en el pantalón –dijo María. En ese momento la enfermera trajo la prenda y extrajo del bolsillo la billetera. El dueño revisó cada uno, faltaban las tarjetas. Pidió un teléfono prestado y se comunicó con el banco. El hombre explicó todo lo que le había ocurrido y al otro lado de la línea la señorita del call center solo contestaba con monosílabos como si ese tipo de llamadas hicieran parte de la rutina del banco. Alex tampoco quería dar lástima pero esperaba unas palabras de consideración.

La señorita le confirmó el robo. El primer retiro se efectuó a las 11:25 a.m. del domingo y durante todo el día y el siguiente continuaron sacando dinero. El último, a las 7:30 a.m. de ese martes. Dos días después del ‘paseo millonario’. Retiraron de dos cuentas: de la primera 3.800.000 pesos que se iban a invertir en un viaje a Argentina para hacer un curso intensivo de tango; de la segunda, 2.200.000 pesos. También se llevaron los zapatos que costaban 650.000 pesos, el teléfono y los vestidos.

Después de salir de la clínica recorrió el Parque Nacional, los alrededores de la Universidad Javeriana, el Planetario y el centro tratando de encontrar al indigente que le pidió la moneda instantes antes del atraco. Nunca lo encontró, se conformó pensando que nadie le quita el talento para bailar y el arte de hacer zapatos.

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