No deja de retumbar en la memoria colectiva de los colombianos la trágica historia que se ha relatado, una y otra vez, como consecuencia del brutal acto de violencia perpetrado en Bojayá, Chocó, un 2 de mayo aterrador. Lamentablemente, el municipio no se ha convertido en ningún santuario de paz ni nada que se le parezca. Por el contrario, el recrudecimiento de la violencia no es ajeno al trasegar de la región.
Rosa Mosquera es Bojayaseña, tiene cuatro hijos y estuvo dentro de la iglesia a escasos metros de la explosión. Era la enfermera del pueblo y quien se encargaba de calmar a las personas que se desmayaban en medio de los enfrentamientos.
"Cuando estaba dentro de la parroquia con mis hijos, tuve la necesidad de ir al hospital que quedaba pegado a la casa cural por algunos medicamentos para calmar a las personas. Al momento de salir, el padre Antún me pide que no salga y que protegiera mejor a mis hijos, me devuelvo y en tan solo segundos entra la pipeta por el techo cayendo en el altar. Yo lo que hago es abrir los brazos como hace una gallina protegiendo a sus pollitos, Dios mediante solo salimos heridos y no se me murió ninguno de los niños", comenta Rosa, quien hoy es la persona que tiene las llaves la antigua iglesia.
El Cristo mutilado se convirtió en un símbolo de la masacre, pero ahora es uno de los tesoros más preciados de la población, es a quien los bojayaseños se encomiendan y le piden; incluso hay algunos que dicen que es milagroso.
"Nuestro Cristo es único y es la esperanza de este pueblo. Ninguna estructura de yeso hubiese podido aguantar la fuerte explosión, y él resistió para convertirse en la imagen de cómo quedaron varios de nuestros muertos: sin brazos y sin piernas. Ha sido tanta la repercusión de nuestro Cristo que hasta el mismo papá le hizo una oración", afirma Rosita, como es nombrada por todo el pueblo.
La Jurisdicción Especial para la Paz ha hecho especial seguimiento a la vida en Bojayá. Los hallazgos no podrían ser más desalentadores. A más de veinte años de la explosión que lo dejó todo en silencio, se siguen evidenciando múltiples denuncias por violaciones a los derechos humanos.
Amenazas de muerte, extorsión, homicidios, reclutamiento de menores de edad, desapariciones, restricciones a la movilidad son algunas de estas problemáticas.
Se pensaría que la búsqueda de la paz total y su mensaje en todo el país debería acallar los rugidos de los fusiles y los ecos de las granadas, pero esa es apenas una ilusión que se perpetúa como los cantos de los pobladores que reviven, una y otra vez, el recuerdo convertido en pesadilla que no quieren repetir.
Sobre la actual situación del territorio las instituciones y organizaciones que acompañamos y apoyamos a las víctimas y a las comunidades urgimos por la protección de la vida de los habitantes de esta zona a través de: la presencia integral del Estado, la reparación colectiva, la plena implementación del Acuerdo de Paz –en particular el capítulo étnico-; la garantía de los derechos económicos, sociales y culturales de la población; la búsqueda de las personas desaparecidas en razón del conflicto armado, así como por hechos posteriores a la firma del Acuerdo de Paz; y el desmantelamiento de los grupos armados no estatales.
Tras las pistas de la resiliencia
Ir tras una visión histórica de lo que pasó el 2 de mayo de2002 -un suceso que dejó más de 102 fallecidos (entre ellos niños, mujeres y ancianos), luego de un enfrentamiento entre grupos paramilitares y guerrilleros- implica entender las voces de las víctimas, de los sobrevivientes.
Las pistas, en gran medida, quedaron en Bellavista, del sacerdote Antún Ramos. El templo en el que buscaron refugio cientos de pobladores. Así lo establece el DIH, pero no hubo blindaje moral
“Para esa época, Bojayá era un municipio que carecía de servicios básicos y era complejo vivir. A pesar de eso la gente era feliz, pero los hechos del 2 de mayo y el desplazamiento nos quitó la alegría”, indicó el sacerdote.