Cuando Chávez no tenía poder

Dom, 10/03/2013 - 05:00
*Esta crónica fue publicada en KienyKe en febrero de 2011.

Pocos años después de que Zarita Abello de Bonilla se posesionara como directora del Museo Bolivariano, cuya sede en Santa Mar
*Esta crónica fue publicada en KienyKe en febrero de 2011. Pocos años después de que Zarita Abello de Bonilla se posesionara como directora del Museo Bolivariano, cuya sede en Santa Marta queda dentro de la Quinta de san Pedro Alejandrino, se percató de que, puntualmente cada 17 de diciembre (aniversario de la muerte de Simón Bolívar), un hombre de acento venezolano y marcado fenotipo caribeño visitaba, ofrenda floral en mano, la que fue la última morada del Libertador. Debido a la gran afluencia de venezolanos que cada año visitan la Quinta (“La mayoría incluso llora frente a la habitación donde murió Bolívar”, me contaría luego su directora), Zarita, así como los empleados bajo su nómina, se acostumbró a sus visitas sin preocuparse nunca por conocer su nombre. El 4 de febrero de 1992 Abello se sorprendió al encontrar ese mismo rostro en los telenoticieros nacionales informando sobre su intento de golpe de Estado en el vecino país. “A mí me extrañó muchísimo porque él siempre fue un hombre muy amable, deferente y pacífico”. La cosa quedó así hasta cierta mañana, dos años después, cuando recibió una llamada del general al mando de la Primera División informando que el golpista venezolano había salido de la cárcel y tenía intenciones de visitar la Quinta de Bolívar. Chávez revivía al Libertador en cada uno de sus espacios. “Eso fue el 17 de diciembre de 1994 ‒afirma esta mujer de piel blanca y pecosa, profundos ojos negros y cabellos rectos peinados a la derecha‒. Chávez venía, con una gente de izquierda, a agradecerle a Bolívar porque lo habían soltado” (según cuentan algunos empleados de la Quinta, tal parece que “Chávez, al igual que muchos de sus paisanos, tenía por costumbre esconder en los troncos de los árboles de san Pedro Alejandrino cartas petitorias dirigidas al gran Héroe”. Este gesto, al estilo de los católicos que veneran a los santos de su imaginario o al de quienes envían a Verona cartas dirigidas a Julieta buscando su consejo en el amor, confirma la deificación de tiempo atrás de la figura del Libertador en cabeza del presidente venezolano). El dato exacto informándole sobre la visita de Chávez en 1994 Zarita Abello lo conoció por una llamada que le hiciera Oswaldo Pérez, rector de la universidad de Magdalena. La directora de la Quinta le aconsejó ir en otra fecha pues para esa, por ser el aniversario de la muerte de Bolívar, había una agenda programada con varios días de antelación. Cuando el general colombiano se enteró de esto último hizo como si pudiera dar órdenes fuera de su institución, llamando de nuevo a Abello con palabras prohibitorias. Ella, mujer de la cultura respetuosa de las ideas ajenas, contestó que no podía prohibir la entrada a la Quinta a alguien que llegara en son de paz. “Me da mucha pena, mi general, pero en el museo mando yo”, dicen en Santa Marta que ella le dijo. El día de la visita, ni el ejército ni el DAS se quedaron quietos, mandando vigilancia extramuros. “Chávez llegó en compañía de unos quince amigos, todos samarios. Vestía un liquiliqui verde oliva y estaba flaquísimo”, recuerda Zarita Abello. Luego de saludarla con la misma cortesía de siempre, le pidió permiso para decir unas palabras ante unos cincuenta turistas que lo rodearon. Zarita, por afinidad Caribe o por mera educación, lo complació disponiendo para él un atril con micrófono. Eran las once de la mañana y la brisa decembrina levantaba todas las faldas. Ante la inclemencia del sol,  Zarita sorteó su fama de buena anfitriona brindando jugo de melón a quienes escuchaban al coronel. “Todo lo que dijo, expresado con mucho sentimiento, fueron elogios a Bolívar”, me aseguró detrás de sus grandes gafas de colores atigrados que resaltan la icónica X  de Paloma Picasso. Zarita Abello, la directora del museo, fue su anfitriona. Pasó el tiempo y, como la vida da tantas vueltas, Chávez ganó la presidencia del país vecino. Volvió a la Quinta, elegido pero no posesionado, siendo Andrés Pastrana nuestro gobernante. En algún momento de la reunión, Chávez sonrió y dijo al oído de Pastrana –pero cuidándose de confirmar que el micrófono estaba abierto-: “¿Sabes que a Zarita intentaron prohibirle mi entrada a este lugar los mismos generales que ahora nos rodean?”. Zarita se erizó: pensaba que él no estaba al tanto de aquello. Desde entonces Chávez y Abello sellaron una amistad que llevó al presidente a ofrecerle al museo -cuyo espacio, a pesar de que territorialmente se localiza en Colombia, es patrimonio de los seis países bolivarianos-, “lo que necesitara”. Sucedió en mejores tiempos para las relaciones entre ambos países. Pastrana no exigía el protagonismo de su sucesor en la Casa de Nariño, por lo que supo esquivar con diplomacia a su colega venezolano. Esa buena amistad entre Colombia y Venezuela llevó a Zarita a trasladar la oferta del entrante presidente venezolano a la junta directiva del Museo Bolivariano, donde se decidió la necesidad de construir un auditorio, como dirían los jóvenes, “con todos los juguetes”, esto es, además de la construcción de un salón con aforo para setecientas personas, silletería de cuero, buena acústica, el mejor sonido, traducción simultánea, sala de internet, etc. ¿El costo de la donación? Dos millones de dólares, de los cuales hace cuatro años Venezuela entregó el cincuenta por ciento. Tan pronto llegó el dinero se inició la construcción que condujo al edificio que se aprecia en la fotografía. Pero de repente la obra fue paralizada. ¿La causa? Los continuos pleitos del presidente Uribe Vélez –con razón o sin ella- exigieron un rompimiento en las relaciones con Venezuela y llevaron a Chávez a incumplir su promesa. Es de resaltar que, tal cual lo asegura Zarita Abello, “Gaviria, Samper y Pastrana fueron muy generosos con el museo”… ¿Y Uribe? En la costa Caribe se extiende un rumor entre personas de la cultura que afirma  que Uribe, en su afán por minar de odio al país en contra de sus adversarios sabiendo que por esa vía ganaba en popularidad, pidió a Zarita Abello, por intermedio de su Ministra de Cultura, no recibir el dinero de la donación (algunos afirman que se lo “prohibió”, olvidando que el Museo no es un ente estatal). La pregunta, por tanto, es obligada. Sentado en el sobrio despacho de la dirección del museo, decorado con muebles de madera clásicos, serigrafías del maestro Grau y bustos de Bolívar por doquier, quise saber si era cierta la existencia de ese documento. Zarita Abello, que se caracteriza por la diplomacia del silencio, me miró con cierta picardía antes de evadirme la respuesta cambiando radicalmente de tema. El museo ha seguido ampliándose, aunque con escasos recursos. Lo cierto es que algunas personas (el rumor insiste en que se trató de funcionarios cercanos al anterior gobierno) intentaron entonces estigmatizar el trabajo que desde hace veinticinco años viene desarrollando exitosamente su directora regando la bola de que la Quinta de san Pedro dependía de Chávez. Las matemáticas, que son exactas, informan que este lugar es visitado anualmente por unas ciento sesenta mil personas que pagan en promedio una boleta de acceso de ocho mil pesos (estudiantes de colegios distritales, policías y miembros del ejército activos entran gratis). A ello se suma el arriendo por cinco millones de pesos de algunos espacios para la realización de eventos tipo congresos, matrimonios y desfiles de moda. Este dinero es utilizado en mantenimiento y jardinería (poda, fumigaciones, etc). Zarita Abello es una mujer que goza de aprecio y respeto en la costa Caribe por su labor de hormiga como gestora cultural. Es graduada en artes pláticas de la universidad del Tolima, en su época una de las mejores facultades de historia del arte del país y fue alumna, entre otros maestros, de Jorge Elías Triana y de Manuel Hernández. En Ibagué conoció al ingeniero agrónomo Luis Antonio Bonilla, con quien se casó años más tarde. Sus dos hijos nacieron en Santa Marta y, cuando entraron al kínder, Zarita comenzó a sentir cierto vacío que compensó con la pintura en acuarela y acrílico. Una obra suya que regaló a una de sus hermanas fue apreciada por un conocedor del arte en Barranquilla, quien  la exhortó para que se profesionalizara en el oficio, tal cual lo sigue haciendo. ¿Cómo llega una acuarelista a dirigir durante un cuarto de siglo uno de los lugares más importantes en la historia de América? Todo comenzó cuando el pintor peruano Armando Villegas se obsesionó con la idea de abrir un museo en Santa Marta. Alguien que lo escuchó le habló de una ordenanza por medio de la cual la Gobernación de Magdalena cedía parte de los terrenos de la Quinta a los países bolivarianos con intenciones de convertirlo en sede de algún proyecto conjunto. Villegas llevó su iniciativa al entonces presidente Belisario Betancur, quien comisionó para ello a su ministro de desarrollo, el samario Gustavo Castro Guerrero. Antes de esto, la Quinta sólo tenía de contemporáneo el Altar de la Patria (pintado en blanco en contraste con lo colonial, en tonos ocre). “Había un turismo moderado, manejado por la Corporación Nacional de Turismo en comodato por 30 años”, hace memoria Zarita. Belisario le metió el diente a la idea del museo y construyeron las tres salas que se convertirían en la primera etapa. Abello afirma que “Por lo que eran terrenos propios, Villegas quería que se constituyera como fundación”. Él fue quien sugirió a Belisario que a la cabeza nombrara a algún pintor de la región, así que se lo ofrecieron a Zarita, quien para la época no sabía nada de manejo de museos. “Ahora ya tengo tres especializaciones en el tema, incluyendo una del Museo de América, en Madrid, luego de que gané una beca del Ministerio de Cultura de España ofertada a trabajadores de museos de América Latina”. Además de la casa histórica donde murió el Héroe nacional y del Museo Bolivariano, desde 2002 en los terrenos de la Quinta también funciona el jardín botánico de la ciudad aprovechando la cantidad de árboles maderables y fruteros que allí crecen al lado de  cuatro grandes árboles centenarios -dos tamarindos, un samán y una bonga-, cada uno con más de cuatrocientos años encima. Junto con los gobernantes nacionales, Alán García ha sido el otro presidente bolivariano que se ha metido la mano al dril para sacar adelante esta obra: envió al muralista Mauro Rodríguez a pintar un mural de cincuenta metros ilustrando la vida del libertador. “Se ha trata de un telón muy pedagógico que permite entender paso a paso a Bolívar”. Por cuenta de la pelea con el presidente Uribe, se quedó inconcluso el auditorio. Pero, desde su fundación, sin duda Hugo Rafael Chávez Frías ha sido el presidente que más se ha interesado por el museo, lo que lo ha llevado a profundizar la amistad con su directora. Quizás por aquello, una vez posesionado Juan Manuel Santos en la presidencia, fue precisamente ese el sitio de encuentro que sirvió para limar asperezas entre ambos gobiernos el pasado mes de agosto, a pesar de las insistencias del senador Juan Fernando Cristo que alegaba que el escenario propicio para esta reunión era el Templo Histórico de Villa del Rosario, la iglesia cercana a la que fuera la casa de Santander, el enemigo más odiado por el Dios que guía los pasos de Chávez. De ese día, Zarita Abello de Bonilla recuerda, con su acento costeño siempre pausado,  que “Antes de que llegaran los presidentes había un ambiente realmente tenso que cambió tan pronto apareció Chávez sonriendo: fue el anuncio de que vendrían cambios positivos para la diplomacia nacional”. En esa ocasión, después de los abrazos, Abello aprovechó para mostrarle a Chávez los adelantos del auditorio. “Quedó gratamente impresionado”, asegura ella. Luego se desarrolló la reunión con Santos a puerta cerrada en la Sala Grau y al final pasaron todos –periodistas incluidos- a un glamoroso almuerzo sazonado por la chef samaria Cecilia Solano Castro a base de ceviche de ostras y pescado gratinado en salsa de coco, acompañado de arroz blanco y patacones. ¿Qué hablaron los presidentes en la sala Grau?, pregunté por si ella había tenido oportunidad de escuchar alguna infidencia posterior. “Nadie sabe –por primera vez la directora del museo esboza una breve sonrisa-: lo único cierto es que ambos salieron de allí felices de oreja a oreja”. ¿Volverán las oscuras golondrinas? Abello se muestra optimista de que en esta nueva etapa de las relaciones binacionales el Museo Bolivariano recibirá el monto que le urge para terminar la construcción de su moderno auditorio. Ello, sin duda, será un noble gesto del venezolano del que harán buen uso los colombianos. El museo fue el lugar escogido para el restablecimiento de las relaciones bilaterales. (*) Alonso Sánchez Baute es autor de Al diablo la maldita primavera y Líbranos del bien, la novela que paralela las vidas de Jorge Cuarenta y Simón Trinidad antes de que marcharan a la guerra.
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