Gilmar tiene nombre de futbolista brasileño, pero no es futbolista. Su aspecto es el de un boxeador caribe de vestir sencillo que pelea contra espíritus malignos. Esta tarde, en que pertrechado en un micrófono “ritualiza” su alma, luce un suéter verde, jeans desteñidos de bolsillos desgajados atrás y unos zapatos mocasines sin cordones. No debe de tener calcetines. Es de estatura media, moreno, bembón y mientras habla suda a chorros. Nada, salvo su palabra, lo delata como sacerdote. Aquí no cabe aquello de que el hábito hace al monje. Sus oraciones son gritos que expulsan demonios y su animación invita a los feligreses a dar saltitos de felicidad y hacer olas por Jesucristo. Como si realmente este fuera un ring de boxeo o un estadio colorido donde los espectadores se mueven al son de las olas y las vivas al Señor.
Su tinglado no es un cuadrilátero común. Es el templo de una iglesia de pueblo de puertas de madera rústicas, altas y cerradas. Los clientes, la mayoría provenientes de otros pueblos, se han filtrado por la puerta de la sacristía, en la parte trasera de la nave. Desde las tres de la tarde la parroquia de San Juan de Betulia, en la sabana sucreña, se llena de feligreses que llegan buscando una cura a sus enfermedades. Acompañado por un pianista y dos asistentes que le ayudan a pelear contra los demonios, Gilmar se enfrenta todos los miércoles contra los espíritus inmundos que habitan el mundo. También dice luchar contra los parámetros de la Iglesia Católica, que no admite este tipo de rituales, pese a que la imposición de manos para curar figura en varios pasajes de la Biblia. Cristo lo hacía.
Gilmar se limpia el sudor de la frente con los dedos y mira suplicante a uno de sus asistentes, quien le acerca una bolsa de agua fresca. El sacerdote se pega a la bolsa como ternero huérfano, mientras toma impulso para continuar.
Las personas que esperan curarse bajo la oración de Gilmar levantan los brazos al cielo y cierran los ojos con profunda devoción en espera de un sol que ilumine sus vidas. Algunos lucen visiblemente enfermos, como cadáveres que mueven los ojos. Otros yacen en sillas de rueda o tiemblan de pies a cabeza, como poseídos por un rayo que los estremece. Una mujer gorda cierra los ojos y sus manos tiemblan, incontenibles, como si tuviera el mal de Parkinson. Gilmar empieza a reprender al mal genio, al estrés, al dolor de garganta, al tumor en la cabeza, la diabetes, la arritmia cardiaca, al ovario inflamado. Conoce al hombre que es perseguido y al que tiene una enfermedad incurable, a la mujer que ha sido perseguida por la brujería y a la infértil.
–El hombre de negro, que dé un paso al frente, usted deje sus deudas al Señor –dice.
La mujer gordita se ha caído dos veces luego se tocada por las manos del sacerdote, que le aprieta su vientre abultado. Ella grita y se retuerce como una fiera herida mientras lanza alaridos de muerte. Rendida en el piso, al lado de un hombre grueso con corte militar que duerme como un tronco en el camino, la mujer atacada por brujas expulsa una baba espesa. Su columna y su espalda empiezan a aliviarse mientras resucita de un sueño. Hay llanto, hay magia, hay calor. Afuera la lluvia empieza a despertar el calor acumulado.
La paciente
Fuera de la iglesia, mientras detiene un carro de plaza para regresar a Sincelejo, la mujer gordita que besó la lona tres veces luce más aliviada. Su dolor de espaldas se ha ido. Su mal, según revela, es una vieja maldición de la familia. Son perseguidos por las brujas desde los tiempos en que la vaca derramó el tinajón del agua. De pronto, su mal vivir es la herencia de un padre vagabundo que se dedicó a hacer plata arreando ganado a Medellín y a tener hijos por la calle con varias mujeres. Dejó 29. Todos reclaman una herencia que ha traído rivalidades.
Un sicólogo espiritual le dijo a la mujer gordita que la familia tenía una posesión maligna que iba de generación en generación y que si no se la curaban con buenos rezos, no iban a ser felices jamás.
Cientos de creyentes confían en que el padre Gilmar puede curarles sus males.
Su hermana, gordita como ella, cayó dos veces en el tinglado donde el padre Gilmar pelea con los demonios. Fue asaltada por una bruja en agosto, una mujer que llegó por trabajo a su casa. Mientras ella dictaba clases, la bruja se dedicó al trabajo sucio. Regó 12 monedas en puntos estratégicos para la ruina, sustrajo sangre del gato para inyectar en las paredes, regó pica pica en las sabanas para ahuyentar su marido (que ahora anda de viaje), cosió los vestidos con cabello de mujer rubia y les dio de comer carne negra. Desde entonces nadie durmió bien, empezaron a sufrir de pesadillas, los cuadros de la sala se reventaron solos en una noche oscura. La casa empezó a lloverse por dentro y el conejo se comió los cables de los computadores.
Ella lleva ocho sesiones de terapia con el Padre Gilmar intentando sacarse los espíritus que la bruja le dejó en la casa. Dice que asistirá a las sesiones de los miércoles en San Juan de Betulia hasta que haya expulsado los demonios que no la dejan dormir y que la volvieron agresiva con su marido, quien no cree en rezos ni en demonios.
Liturgia bajo los árboles
Gilmar hace parte de un trío de curas que en Sucre tienen el poder de visión y de sanación y luchan contra la ortodoxia del obispo de Sincelejo, Monseñor Nel Beltrán Santamaría, quien no está de acuerdo con estos rituales. Aunque este tipo de reuniones se hacen casi a puerta cerrada, son una curación a vox populi, porque cada día hay más enfermos del alma. Son miles las personas que han participado en grupos de oraciones, cursillos de cristiandad, grupos de caminantes y toda suerte de rituales. Pero nunca encuentran sosiego.
En la Diócesis de Sincelejo en los 18 años bajo el mando de Nel Beltrán Santamaría, se ha cuadriplicado el número de sacerdotes. Pasó de 19 a 56 sacerdotes y tres seminaristas. Tres religiosos hacen estas prácticas de sanación. Uno de ellos es el padre Javier Romero Urzola, de Toluviejo, quien fue expulsado de la Diócesis por imponer las manos cuando se desempeñaba como párroco del municipio de Colosó.
Según Romero, la imposición de manos es una actividad tan antigua como el testamento, un don de Dios a los elegidos. En Colosó, salpicado hace años por la violencia, la propia comunidad, una vez oficiaba la misa, le solicitaba la imposición de manos. Cuando el devoto está cargado de espíritus malignos, al recibir las manos del sacerdote- único habilitado para ungir el agua- se desmaya, suda y sana.
–Después de las sesiones con Gilmar, quedo livianita, con el alma que levito –dice Consuelo Aldaba, una de las devotas.
Antes de ser abandonado por la Iglesia sucreña, Javier dice haber tenido una experiencia dolorosa. Ya el Obispo lo había conminado a dejar esas prácticas so pena de quitarle el apoyo institucional. Un domingo se presentó un hombre de avanzada edad a pedirle que le impusiera las manos porque un espíritu de muerte lo estaba persiguiendo. Javier le advirtió de que no podía hacerlo porque el obispo se lo había prohibido.
–¡El viejito se ahorcó a los pocos días! –dijo.
La iglesia católica rechaza las prácticas de sanación, que cada vez tienen más fieles.
Alejado de la Diócesis de Sincelejo, sin seguridad social, gordo, de aspecto bonachón, con tres infartos a cuestas, Javier vendió su único patrimonio, un viejo jeep Daihatsu. Con el dinero de la venta adquirió un lote en La Siria, un corregimiento de Toluviejo ubicado un poco más allá de la curva del Diablo, lugar temible en la época paramilitar, donde mataban o iban a botar a los muertos de la guerra reciente. En un arroyo que va de Toluviejo a Colosó empezó sus rituales los domingos bajo la fronda de los árboles. La congregación El Tabor se ha convertido desde entonces en el lugar más atractivo para peregrinar de sucreños, caribes y venezolanos. Las misas cantadas de Javier, en medio de sirios y alabanzas, son una buena competencia para las aristocráticas clientelas de la catedral San Francisco de Asís de Sincelejo. Las familias que visitan al padre Javier aprovechan para recrearse con el bello paisaje de Los Montes de María. En el lugar, los ayudantes de la congregación venden comida y refresco con cuyos ingresos han construido un rancho de palma para guarecerse de la lluvia y el sol.
El padre Lau, el tercer mosquetero
Su aspecto tampoco es el de un sacerdote formal. Con su pelo lacio y abundante, sus ojos gatunos y su dúctil palabra, Laureano Ordosgoitia es un bacán de la época buena de Alejo Duran, amante de los vallenatos clásicos y del canto de Diomedes Díaz.
Fue uno de los primeros sacerdotes que asumió la música de acordeón con la pasión necesaria para llevarla con orgullo y enterrar sus muertos con todo rigor. A la muerte de Alejo Duran, en noviembre de 1989, fue el encargado de la misa, al lado de otros dos caribes, el padre José María Pacheco y Javier Gaibao. Pacheco, hincha del Junior de Barranquilla, es del clan del padre Alberto Lineros y Giabao, quien componía vallenatos y tuvo que irse huyendo del país después que sujetos extraños le quemaron su casa en el barrio San Luis de Sincelejo.
El padre ‘Lau’ fue el único sacerdote que Diomedes Díaz recibió en su celda cuando tuvo el problema con la justicia colombiana por el asesinato de Doris Adriana Niño.
–Aquella vez vi inocencia en los Ojos de Diomedes –dijo Oredosgoitia.
Aunque tiene el poder de sanación en sus manos, Ordosgoitia es más mesurado y práctico. Se dedica a su feligresía en la Parroquia del Municipio de Buenavista, donde ejerce su misión sin salirse de la trilla, aún cuando también ha tenido sus roces con Beltrán Santamaría.
Gilmar y Javier se baten con una clientela cada día más fervorosa, en medio de la diatriba de servirle a Dios desde sus congregaciones particulares o seguir las directrices del Obispo de Sincelejo.