El pasado culto de la negra candela

Sáb, 27/11/2010 - 02:58
Cumplió la cita como estaba previsto. A las 6:00 a.m. vi su figura regordeta bajarse con esfuerzo de un carro rojo al frente de la emisora Olímpica Estéreo, en el barrio La Castellana de Bogotá. N
Cumplió la cita como estaba previsto. A las 6:00 a.m. vi su figura regordeta bajarse con esfuerzo de un carro rojo al frente de la emisora Olímpica Estéreo, en el barrio La Castellana de Bogotá. No me sorprendió que dos pequeños perros que estaban dentro del carro la despidieran con ladridos; tampoco me llamaron la atención la agenda de cuero que apretaba su brazo rollizo, ni la mochila arhuaca que le colgaba de uno de los hombros. El verdadero motivo que me asombró fue que La Negra Candela, la reina del chisme, la lengua más temida de Colombia, lo primero que comentó con sus compañeros de trabajo no fueron los últimos romances o divorcios de la farándula nacional -como todo el mundo imaginaría-, sino un documental sobre la verdadera identidad de Jesús que había visto la noche anterior en National Geographic. Nadie pensaría que La Negra Candela es una persona culta. Yo también me sorprendí cuando, al investigar un poco sobre su vida, me enteré de que empezó su carrera en la  Radiodifusora Nacional y que, no sólo trabajó al lado de los científicos Rodolfo Llinás y Jorge Reynolds, sino que entrevistó a grandes de las letras y la música, como el escritor argentino Ernesto Sabato y el violinista, estadounidense, Yehudi Menuhin. No entendí cómo una persona que comienza su vida profesional en uno de los espacios más cultos del país termina dedicada a una clase de periodismo que vive de exponer la intimidad de las personas. El tatuaje de un micrófono que dice “La Negra Candela” en la pantorrilla derecha de su hijo Sebastián, y la forma en que Lays, su hija mayor, la mira cuando habla, me muestra otra cara de la mujer que hace unas semanas dijo sin ningún asomo de vergüenza que el diseñador Roberto Cavalli había bajado a Adriana Arboleda de la pasarela y le había hecho quitar el vestido, cuando la verdad es que Adriana no modela desde que se casó hace un poco más de un año. Al verla ahí, tan normal, de jeans y camiseta blanca rodeada de perros y de un jardín lleno de orquídeas, mientras hablamos de sus hijos y sus viajes, no pude más que pensar en el odio que mucha gente siente por ella. En el desprecio que genera la misma mujer que al frente mío acaricia con suavidad a “Simón”, uno de sus tres perros adoptados. Muchos no le perdonan haber sacado hace ocho años el video sexual de Lully Bosa -escándalo que le valió un proceso judicial de ocho años y el pago de una indemnización a la actriz de cerca de ochenta millones de pesos-. Le critican de formas muy agresivas y, en ocasiones, con amenazas de muerte, la manera descarada con la que se mete sin escrúpulos en la vida de los demás. “Es tan culta una polka, como el concierto 22 para piano de Mozart, como el grupo Metallica o el maestro Pacho Zumaqué”, me responde cuando le pregunto qué la hizo dar el salto del periodismo cultural a uno que se alimenta de los chismes. Mientras acaricia despacio el lomo enroscado de Simón, me dice que Otto de Greiff –con quien trabajó en el programa de radial La historia de la música, y a quien considera su maestro- le solía decir que las cosas que hoy consideramos cultas y refinadas, siempre vienen del pueblo, sino que la gente ignora sus raíces vernáculas. La Negra Candela, sobrenombre que le puso el periodista barranquillero Andrés Salcedo, lleva más de treinta años trabajando en medios de comunicación. Cuando la veo sentada al frente del micrófono del programa radial Temprano es más bacano, de la emisora Olímpica Estéreo, en donde todos los días de 6.00 a. m. a 10.00 a. m. se encarga de la sección de entretenimiento, me doy cuenta de que la experiencia, en definitiva, no se improvisa. No en vano fue, durante quince años, la locutora más oída de la Radiodifusora Nacional. De esa época recuerda que cada vez que el escritor argentino Ernesto Sabato visitaba el programa, siempre pedía un trago de aguardiente. En el canal RCN, donde cada semana graba el programa El Lavadero, saluda a todo el mundo por el nombre y todos, sonrisa en boca, se lo devuelven con un “Hola, Negrita”  o un  “Quiubo, Negrita”, pero siempre terminado en “Negrita”, porque en sus colegas, a diferencia de muchos colombianos, Graciela despierta un inmenso cariño. Se precia de no revelar nada sin antes evaluar la información y corroborarla con cinco fuentes mínimo. Sin embargo, a La Negra se le han pasado varias, como la de Adriana Arboleda hace unos meses, o la rectificiación que le tocó hacer en 2009 después de una información falsa que dio sobre un supuesto socio del humorista Don Jediondo. Sentada en el pequeño sofá curuba de la sala de su casa, me dice que este es un país de doble moral que se escandaliza cuando escucha la verdad de las cosas. La curiosidad de Graciela Torres comenzó a ser evidente cuando estudiaba en el colegio de monjas Betlehemitas, Gimnasio Universitario, en el tradicional barrio La Candelaria de Bogotá. Allí, por saciar la intriga que le causaba saber qué escondían las monjas debajo de sus sombreros, tuvo que aguantar el castigo de permanecer varias horas de pie. Fue por esa misma época que descubrió los cuentos de Las mil y una noches y, desde entonces, se despertó en ella una pasión por todo lo relacionado con Oriente Medio. En las últimas vacaciones se devoró El sarí rojo y la biografía de Benazhir Butto en una semana. Según Graciela, el gusto también se debe a que cuando tenía diez años un alemán que leía la mano en una casa arriba del Parque Nacional le reveló que en una vida pasada había sido una sacerdotisa árabe. Platos traídos de diferentes partes del mundo, fotos con personalidades como Rocío Durcal y 19 artículos enmarcados que la prensa colombiana ha publicado sobre ella, adornan el estudio de su casa. “El hall de la fama” dice su hijo Sebastián, mientras me enseña las fotos familiares de viajes a Estados Unidos, Europa y Grecia. En ese estudio también están los diplomas que la acreditan como periodista, comunicadora y locutora radial. Entre cajones y libros se esconde un pasado culto que contrasta con su aparente presente superficial. Ella nunca buscó ser parte del mundo del entretenimiento. Es más, el mundo del entretenimiento fue el que la encontró a ella en 1984 en los corredores de Inravisión. Ahí se hacían todas las telenovelas de la época y Graciela, que estaba a cargo del turno de la noche de su programa radial, solía matar el tiempo caminando por los pasillos de los estudios. Así se enteraba de lo que ocurría tras bambalinas y lo comentaba con sus compañeros de trabajo. Eran tan buenos los cuentos que el director de la desaparecida revista de entretenimiento Vea creó Pantachica por Graciela, una columna que contaba los pormenores de la farándula nacional. Mientras cruza con esfuerzo la pierna me dice que ha dado muchas batallas. Afirma que el caso de Lully Bosa le dejó como enseñanza que para tener independencia de voz en este país se debe pagar multa. Entra a la cocina, toma un plátano con queso de los cuatro que hay en una bandeja y le dice a Alicita -su empleada hace 17 años- que no tiene tiempo para almorzar en la casa. Detrás de ella entran Lays y Sebastián. También van de salida. Simón y Lanoso revolotean, mientras Anita, la rodesian riegback, ladra desde el patio. Es el ajetreo normal de cualquier familia. Cuando arranca el BMW rojo, siento que al volante va La Negra Candela y que Graciela Torres se queda escondida en la casa, tranquila, donde es feliz con el anonimato que le permite leer y escribir. Las dos cosas que más disfruta hacer en la vida.
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