El rey Midas de la rumba gay

Vie, 11/02/2011 - 05:36
No  eran las doce de la noche del pasado primero de noviembre cuando, en compañía de uno de mis mejores amigos, intenté ingresar a la fiesta de halloween que cada a

No  eran las doce de la noche del pasado primero de noviembre cuando, en compañía de uno de mis mejores amigos, intenté ingresar a la fiesta de halloween que cada año, siempre en domingo, organiza Theatrón, la icónica discoteca para gays enraizada en pleno centro de Chapinero en un local de seis mil setecientos treinta y dos metros cuadrados, cuatro pisos y ocho espacios marcadamente diferentes. La zigzagueante y extensa culebra de tubos que conducía a la puerta principal estaba a reventar, pero mi amigo era al tiempo mi salvoconducto de entrada luego de haber trabajado en Zona Franca, el antecedente de Theatrón, durante los años en que esta otra discoteca abrió para los gays las compuertas de la noche bogotana a finales del siglo pasado.

Entre permisos y codazos logramos adelantarnos a decenas de rumberos pero, justo frente a la entrada, recibimos un portazo: el cupo estaba full. Mi amigo sacó su teléfono y en treinta segundos logró hablar con la plana mayor de entre las 185 personas que cada noche trabajan en la logística del lugar (otros veinticinco empleados hacen parte de su nómina de planta), pero no hubo caso. Mientras la puerta se cerró para las más de quinientas personas que hacíamos cola, cerca de ocho mil rumberos se congregaban adentro en la que sería –como los ocho años anteriores desde que esta disco fue inaugurada con bombos y platillos‒ la Fiesta del Año.

Utilicé mi cartucho final: marqué el celular de uno de sus dos propietarios, Edison Ramírez, a quien conozco desde 1989 cuando él era un vendedor de perfumes que traía desde Panamá y comercializaba en una pequeña estantería –de la que ni siquiera podemos decir que era un local‒ en el centro de Bogotá. Varias veces el timbre repicando terminó en su buzón de voz. Mi amigo y yo nos miramos con cierta desilusión. “La vida es dura”, le dije antes de marcharnos.

Lo que para algunos es el epicentro del pecado para otros es el emporio homosexual más grande construido en el país. En menos de quince años, la visión de dos empresarios que soñaron en grande se convirtió en ejemplo de fe, tenacidad, astucia y muchísimo perrenque,  el espacio que pusieron al servicio de los suyos, en la herramienta más importante para sacar de la clandestinidad una realidad que lucha a dentelladas por sus libertades y derechos. Antes de que las organizaciones pro causa gay ganaran las batallas que las Cortes Jurídicas les han reconocido, Edison Ramírez y Luis Bernardo Cuartas inspiraron orgullo y autoestima a una comunidad enclosetada y encorsetada que clamaba una luz. Sin ellos, el camino de aquellos habría estado más empedrado.

Hoy, Theatrón es apenas la punta de un iceberg que suma perfumería, un hotel para cristianos en cercanías de la Universidad Javeriana y siete edificios de apartamentos arrendados en su mayoría a homosexuales, y patrocina un equipo de volleyball al que su dueño le dedica sagradamente sus tardes dominicales luego de cerrar personalmente las puertas de su discoteca a las tres en punto de esa mañana.

¿Cómo pasó Edison Ramírez de vender perfumes en una vitrina mínima hasta ser el Midas-self-made al que cientos de homosexuales adoran en Bogotá? La historia que se cuenta a continuación es la biografía de un gay que construyó un emporio mientras los heterosexuales se preocupaban por criticar la homosexualidad. Una especie de caballo de Troya que se empotró en pleno corazón del corazón de la ciudad.

Edison Ramírez nació en el san Rafael, un barrio de clase media al suroccidente de Bogotá. “Mi familia es típicamente colombiana: un hermano, dos hermanas y un papá recontramachista, lo que significa distante físicamente. De hecho, en mi vida no ha significado ni fu ni fa”. A los trece años se supo gay. A los dieciséis, su papá quería que fuera médico de modo que, antes de graduarse en el bachillerato, él mismo se encargó de conseguirle los formularios para presentarse en la Nacional y en la Juan N. Corpas. “Yo no acepté y por su actitud entendí que tenía los días contados junto a él”.

Sin cruzarse de brazos, de inmediato salió a buscar trabajo como gallito que sabe que debe dar pelea para sobrevivir. Desde niño, Edison se disciplinó en la práctica del volleyball. Sus triunfos en este deporte le acreditaron una beca para estudiar administración hotelera. “Era lo que había –cuenta con cierta resignación‒: o estudiaba eso o estudiaba eso”. Estudió de noche mientras trabajaba de día.

Trabajó como auditor del hotel Doral por año y medio y lo que ganó de liquidación lo invirtió en la compra de una carga de perfumes traída de Panamá en la época en que estaban cerradas las importaciones. Este negocio, Waked Internacional, todavía existe, aunque ya no es una pequeña vitrina. “Es un local comercial que ha demorado su crecimiento desde que abrieron las importaciones”. Su mamá, con quien siempre ha mantenido una especial relación, es quien lo administra.

En una de las materias universitarias se estudió el tema de las discotecas y desde ahí se entusiasmó por tener una propia. Al graduarse, Cinema era la disco de moda entre los gays. “El lugar sólo tenía un baño, además muy incómodo, ubicado debajo de una escalera. Una noche, estando en la cola para acceder a él pensé que podía mejorar aquello. Lo comenté con un gran amigo y en menos de un mes ya había vendido la casa y todo cuanto pude para embarcarme en ese tren”. Compraron y demolieron una casa en la 74 con 15, una calle entonces poco transitada y medio olvidada pero en la zona norte de la ciudad. Nueve meses duró la remodelación hasta que el 15 de febrero de 1995 inauguraron Zona Franca. “Esta fue mi verdadera universidad”.

En esa época, en Bogotá se abría en promedio una discoteca cada tres años. Zona Franca no era un sitio sórdido, como los otros que había en Bogotá para este tipo de público, sino una disco con elementos de diseño y cierta sofisticación. Hubo una reacción inicial de los vecinos, que no tardaron en protestar, y también tuvo en contra a la policía, no como ahora que las autoridades trabajan mano a mano con ellos, especialmente durante las dos últimas administraciones. “Tuvimos que sacar licencias para todo y aprender a manejar a la policía, que nos sacaba una buena tajada porque entonces el tema gay se manejaba desde lo prohibido”. Fueron ocho años de aprendizaje. “Con Zona Franca hice universidad, postgrado y maestría en discotecas”.

Zona Franca fue exitoso en cuanto a visibilidad, pero económicamente fue un desastre. “A los gays no les gustan los sitios glamorosos. Manejan un discurso público ajeno a la cotidianidad que viven: hablan de clase y glamur pero adoran rumbear en chochales”. Entre más hueco es el hueco más se divierten, quizás como una manera de no olvidar su condición de outsiders, de no desaferrarse de lo oculto.

De Zona Franca pasaron a La Calera. “Abrimos Franquicia y luego San Antonio en épocas de la Ley Zanahoria, pero nos montaron una fuerte competencia que cambió las reglas del juego”. Fue cuando comenzaron a pensar en grande. “La idea nació en Nueva York. Limelithg y Palladio me impactaron sobremanera. Tan pronto conocí estos lugares quedé prendado de la idea de hacer lo mismo en Bogotá”. Habla de dos icónicas discotecas en la New York pre Guliani. La primera tenía como escenario lo que antes fue una iglesia gótica en Chelsea; la segunda, era un galpón gigantesco con aforo para diez mil personas.

“No conseguí una iglesia gótica, pero casi: el teatro Metro Riviera de cine pasó a iglesia cristiana. Ahora Theatrón cumple nueve años allí y el cambio ha sido constante. Siempre vamos a estar en remodelación, pues cada día llega una nueva generación con sus propios gustos y tendencias”. Theatrón es una especie de sol alrededor del cual giran decenas de bares y discotecas pequeñas que capturan la clientela circulante. Entre bares, cafés, discotecas y otros, Bogotá, en su basto croquis, actualmente suma 108 sitios nocturnos para gays.

Zona Franca fue la grieta en la pared de lo que hoy Theatrón es un boquete por el que cada fin de semana corre el caudal homosexual. El proyecto arrancó a principios de siglo con dos ambientes. Ahora suman ocho pero pronto completarán los diez. “Es un sitio masivo, pero el público de hoy sabe y se especializa. Hay toda suerte de tribus urbanas, incluyendo emos gays y hasta y skinheads gays. Esto genera un constante cambio musical y escenográfico”.

En el ecuador de su vida, le preocupa más la mentalidad de los quinceañeros –su próximo mercado‒ que la de los de su edad. ¿La razón? Edison es visionario: si atrás fue Madonna y hoy Lady Gaga ya tiene la vista puesta en Justin Bieber, el canadiense por el que suspiran los adolescentes.

Gran conocedor de la noche bogotana, Edison afirma que “Las novedades en las grandes capitales del mundo son los turistas, por lo que no hay necesidad de remodelar los sitios. En Bogotá, el atractivo está en el lugar, y toca remodelarlo a cada nada para ofrecer nuevas opciones de lo mismo”. La vieja enseñanza de Gatopardo en la política aplicada a la rumba: “La revolución consiste en cambiarlo todo para que todo siga igual”.

El turismo gay cada vez es mayor en Bogotá. Desde hace un tiempo, tanto en la taquilla como en cada una de las barras atiende al menos una persona bilingüe. “Para el 2012, todos los meseros del lugar, además del español deberán hablar inglés o portugués”. Vienen de países vecinos para rumbear durante un fin de semana, entre ellos  brasileros, el mercado de mayor ascenso.

“Theatrón nunca ha estado vacío un fin de semana. Ni siquiera ha presentado bajones, lo que sí nos ocurría en Zona Franca”. La disco se abre todo el año, aunque las salas se intercambian para mantenimiento de pintura, arreglo de instalaciones eléctricas, etc. La diferencia entre las salas radica en la música, que marca el diseño y el público. Hay salas con públicos fijos, pero a un sesenta por ciento le encanta ir de gira por cada rincón. Actualmente, la sala de música latina es la que más se ocupa, pero cada una mueve su propio mercado. 360 grados, Lottus, Cantina y Lux son sólo para hombres, pues en algún momento, –igual a como pasó con Cinema en los noventa‒, hubo un  alud de heterosexuales a quienes les gustaba rumbear en Theatrón que obligó a emigrar a muchos gays de su casa natural.

Una vez al mes hacen un megashow, cuya “producción no baja de los cinco millones de pesos (entre bailarines, escenografía, vestuario, ensayos y artistas). Para la fiesta de aniversario y halloween las inversiones llegan al tope de los 35 millones”. Halloween es la fiesta más grande por tratarse de la noche más importante para una comunidad cuyo gusto por los disfraces y las máscaras hace parte de su esencia. Le siguen en importancia el  aniversario de la discoteca, en marzo; el Día de Orgullo Gay, el último domingo de junio; la White Party, el tercer sábado de diciembre; Carnavales, a finales de enero y; Amor y amistad, en septiembre.

Pese a vivir en –y de‒ la rumba, Edison no soporta el licor. “Dos copas de vino son suficientes para mandarme a dormir”, asegura. Su plan de diversión perfecto es comer en casa, donde nunca –jamás‒ escucha música. “No hay nada que disfrute más que el silencio”. Ni siquiera le gusta celebrar su cumpleaños cada 6 de agosto, la misma fecha de Bogotá.

Edison es austero en el vestir (lo hace de forma clásica, siempre con camisas manga larga de colores conservadores) y su oficina, en el último piso de Theatrón, carece de suntuosidades. El único lujo que admite es “viajar todo cuanto puedo”, siempre con la vista puesta en la influencia que pueda recibir de esos lugares. Sus favoritos son Las Vegas, Orlando y los cruceros gays, de donde extrae el mayor material.

Quienes trabajan a su lado guardan para él palabras admirativas. “Ese man es un bacanzote”, lo resumió alguien que lo conoce de cerca. Edison es un hombre sonriente pero seco. Pocas veces hace chistes y suele lucir demasiado serio, al tiempo que es cálido en la mirada y amable en el trato. Cualquier rasgo de su carácter está emparentado con su férrea disciplina deportiva.

Pero así como es de conservador para vestir es de arriesgado en sus apuestas. En los últimos años ha incursionado en el negocio inmobiliario, comprando viejos edificios de apartamentos que luego remodela en cómodos apartaestudios para arrendar en un noventa por ciento a gays que pagan un canon mensual promedio de trescientos noventa mil pesos, incluyendo administración.

Pero su inversión consentida son los Exmen, el equipo de volleyball conformado por quince gays y patrocinado por su discoteca que practican todos los jueves y domingos a las cuatro de la tarde. “Ir a entrenar es muy rico. Se mariquea pero también se juega duro” (entre gays, mariquear es lo mismo que bromear jugando a ser mujer). Han ido a Chile y Brasil y quisieron representar al país en los pasados Juegos Outgays. Con la tenacidad que lo caracteriza, quienes lo conocen no dudan que en las próximas olimpiadas gays Colombia alcance el podio del volleyball con una camiseta donde, junto al tricolor nacional, se lea la palabra Theatrón.

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