Como administrador del hotel de cinco estrellas donde 1268 personas se refugiaron del genocidio ruandés de 1994, Paul Rusesabagina tenía reputación de ser imperturbable, una virtud que mantuvo alejados a los asesinos, ayudó a que los huéspedes sobrevivieran y que derivó en una película nominada al Oscar, Hotel Rwanda, que dio a conocer su historia al mundo entero.
Ahora Rusesabagina ha vuelto a Ruanda pero esta vez se encuentra bajo arresto, en una sencilla celda en la estación central de policía de Kigali, donde duerme en una cama simple envuelta por un mosquitero.
Sigue teniendo la apariencia del hotelero ecuánime —saco planchado, camisa blanca, mocasines bien lustrados—, incluso cuando tenía dificultad para explicar los más recientes acontecimientos de una historia que amenaza con superar incluso a su versión hollywoodense.
No hace mucho, Rusesabagina, de 66 años, era una celebridad en Estados Unidos: Oprah Winfrey lo aplaudía, el presidente George W. Bush le dio la Medalla Presidencial de la Libertad y cobraba generosas sumas por sus discursos en todo el mundo; un icono de los derechos humanos que advertía sobre los horrores del genocidio y ofrecía un ejemplo vivo de cómo hacer frente a ello.
Ahora está de regreso en el país al que juró no volver, a merced de un presidente que lleva 13 años persiguiéndolo y se prepara para enfrentar un juicio por asesinato, incendio provocado y terrorismo.
“Cómo llegué aquí… eso es una sorpresa”, dijo con una sonrisa amarga, en una entrevista en la cárcel la semana pasada. Dos funcionarios del gobierno ruandés estaban presentes. “En realidad no venía para acá”.
La historia de cómo un héroe de Hollywood pasó de ser un célebre embajador de derechos humanos a prisionero habla de la difícil situación de Ruanda, el pequeño país africano donde hasta un millón de personas murieron en 1994 en una grotesca masacre que se convirtió en la vergüenza de un mundo que no intervino para detenerla.
Un cuarto siglo después, el genocidio sigue proyectando una larga sombra al interior de Ruanda, en donde la verdad de cómo sucedió es motivo de amargos debates.
En la posguerra, Ruanda se estabilizó bajo la mano dura de Paul Kagame, un líder rebelde que se convirtió en presidente y en el favorito de los países occidentales llenos de culpa. Kagame ganó aliados poderosos como Bill Gates, Tony Blair y Bill y Hillary Clinton. Los donantes inundaron su gobierno con ayudas que redujeron la pobreza, hizo crecer la economía y promovió a mujeres líderes.
Ahora Ruanda es más conocido como un país autoritario donde Kagame ejerce un poder total, las tropas han sido acusadas de pillaje y masacres en el vecino Congo y los rivales políticos van a la cárcel, los someten a juicios espurios o mueren en circunstancias misteriosas tanto en el país como fuera de él.
El principal de sus críticos es Rusesabagina, quien usó su fama como el ruandés más conocido del mundo para lanzar ataques feroces hacia Kagame, lo que gradualmente lo transformó de activista en opositor en —según alega el gobierno ahora— partidario de una lucha armada.
Rusesabagina era líder de una coalición de grupos de oposición, todos en el exilio, que incluye un ala armada. En un discurso dirigido a esos grupos, una grabación en video de 2018 ampliamente difundida por el gobierno, Rusesabagina dice que la política ha fallado en Ruanda. “Ha llegado el momento en que usemos todos los medios posibles para lograr el cambio”, dijo. “Es hora de intentar nuestro último recurso”.
Desde la prisión, dijo que el papel de su grupo no era la lucha, sino la “diplomacia” para representar a los millones de refugiados y exiliados ruandeses.
“No somos una organización terrorista”, dijo.
Los expertos dicen que su situación es emblemática de la Ruanda bajo el mandato de Kagame: como el partido gobernante domina totalmente el espacio político, algunos opositores exiliados han recurrido a medidas más extremas.
“Tras algo tan horroroso como lo de 1994, los extranjeros a menudo quieren pintar la situación en blanco y negro, bueno y malo, héroes y demonios”, dijo Anna Cave, una exdirectora de Asuntos Africanos del Consejo de Seguridad Nacional durante el gobierno de Barack Obama. “Pero es más complejo hoy. Hay muchos grises”.
Durante semanas, el misterio ha sido cómo fue que Rusesabagina, un ciudadano belga y residente permanente en Estados Unidos, fue llevado a Ruanda desde su hogar en Texas. En una entrevista, el jefe de inteligencia ruandés describió con gusto el modo en que Rusesabagina había caído en su elaborada trampa, que involucró un jet privado desde Dubái y que calificó de “impecable”. Human Rights Watch la describió como ilegal, “una desaparición forzada”.
Rusesabagina, desde la cárcel, dijo que creía que iba camino a Burundi. Su familia insiste en que no puede expresarse libremente.
“Con armas alrededor suyo, lo dice desde el vientre de la bestia” dijo desde Estados Unidos su hijo Trésor Rusesabagina, de 28 años. “Y la bestia puede morder en cualquier momento”.
Un santuario cinco estrellas
El Hotel des Mille Collines, en el corazón de Kigali, ha sido remplazado por hoteles más nuevos y elegantes. Pero en 1994 fue un santuario de cinco estrellas en una tierra de matanza.
Mientras los milicianos hutus se desbocaban por las calles en una matanza convulsa, Rusesabagina, hutu, empleó sus artimañas y los recursos de su hotel de propietarios belgas —cerveza, efectivo y encanto— para mantener a los asesinos a raya. Repartió coimas a los generales del ejército con dólares y puros. Batalló para proteger a Tatiana, su esposa tutsi.
Fuera de la propiedad, a los ruandeses los mataron a machete, los quemaron vivos y les dispararon. Dentro, milagrosamente, los 1268 residentes del hotel sobrevivieron.
“Una isla de miedo en un mar de fuego”, lo llamó una vez Rusesabagina.
Después del genocidio, Rusesabagina volvió a trabajar. Pero el país era un caos tenso. Dos millones de refugiados ruandeses se habían dispersado a los países vecinos. Un nuevo gobierno encabezado por los tutsis y su líder rebelde, Kagame, quedó a cargo.
Muchos hutus vivían bajo una cortina de sospecha de que eran colectivamente responsables por las atrocidades que cometieron los milicianos hutus. Los asesinatos de venganza eran frecuentes.
Un día a finales de 1994, un soldado entró a la casa de Rusesabagina e intentó dispararle. Logró escapar pero “lo dejó ansioso”, recordó desde Billerica, Massachusetts, su hijo Roger, de 41 años.
Dos años después, Rusesabagina recibió advertencias de que su vida corría peligro y podían confiscar su pasaporte. Al día siguiente la familia salió disparada para Uganda y, poco después, se mudaron a Bélgica, el país que había colonizado Ruanda.
Rusesabagina solicitó asilo político, condujo un taxi y compró una casa en los suburbios de Bruselas. En 1998 su historia apareció en un aclamado relato del genocidio, Queremos informarle de que mañana seremos asesinados con nuestras familias, del autor estadounidense Philip Gourevitch. Fuera de eso, vivía en las sombras.
A veces, recordaron sus hijos, les contaba a los pasajeros de su taxi de su vida anterior en Ruanda.
El estreno en Kigali
El director irlandés de cine Terry George conoció a Rusesabagina en Bruselas en 2002, como pasajero en el Mercedes que conducía como taxista. Un año más tarde viajaron juntos a Ruanda para hacer investigación.
En el aeropuerto de Kigali los recibió una jubilosa multitud de sobrevivientes del genocidio, recordó George y en el Hotel des Mille Collines, el personal lloroso elogió a su exjefe. “Bienvenida de héroe”, dijo George.
Las preocupaciones de Rusesabagina sobre su seguridad se habían disipado y compró un terreno para construir una casa. “Pensé que las cosas habían cambiado”, dijo desde su celda la semana pasada.
Hotel Rwanda, de Georges, se estrenó en 2004 y fue alabada tanto por la crítica como por la realeza de Hollywood. En la premier de Los Ángeles, Angelina Jolie, Harrison Ford y Matt Damon posaron con Rusesabagina en la alfombra roja. Amnistía Internacional impulsó la película y obtuvo tres nominaciones a los Premios de la Academia, entre ellas la de mejor actor para Don Cheadle, quien interpretó a Rusesabagina.
“Deberíamos estar maravillados ante la gente como Paul”, dijo Jolie.
En abril de 2005, para el estreno en Ruanda, George voló de Estados Unidos a Bruselas para encontrarse con Rusesabagina y su esposa para el vuelo a Kigali. Pero solo ella apareció en la puerta de embarque. Rusesabagina se negó a abordar en el último minuto.
“Dijo que no se sentía seguro”, aseguró George. “Dijo que le habían advertido que no fuera a Kigali”.
En Ruanda, sin embargo, al presidente Kagame pareció gustarle la película. Se sentó entre su esposa Janet y George durante una proyección en el salón del Hotel InterContinental. Cuando la audiencia vitoreó al ver una escena donde aparecía el rostro de Kagame, el presidente se rio.
Un año más tarde, en mayo de 2006, Kagame invitó a Cheadle y a su familia al palacio presidencial en Kigali. Mientras los adultos compartían una bebida tradicional de leche fermentada, sus hijos jugaron juntos. Sobre la película, Kagame “solo dijo que estaba agradecido por la atención que había atraído a su país”, recordó Cheadle.
Pero en cuanto el perfil de Rusesabagina crecía en Estados Unidos, los admiradores de Kagame se resintieron.
Luego de que el presidente estadounidense George W. Bush le otorgó a Rusesabagina la Medalla Presidencial de la Libertad, el más alto honor que el país concede a los civiles, en noviembre de 2005, el diario oficialista New Times publicó una serie de reportajes en contra del hotelero. “Un hombre que vendió el alma del genocidio ruandés para acumular medallas”, decía un artículo.
Meses más tarde, Kagame dio su pronunciamiento. Ruanda no tenía necesidad de héroes “fabricados”, ya fuera “hechos en Europa o en Estados Unidos”, dijo.
“Un hombre común”, homenajeado y ridiculizado
Después de Hotel Rwanda, Rusesabagina vendió su taxi, fue contratado por una agencia de representación de talentos y dio la vuelta al mundo advirtiendo sobre los peligros del genocidio.
Artículos favorables lo comparaban con Oskar Schindler, el empresario alemán que salvó a 1100 judíos de los nazis. Viajó a África con una delegación de congresistas de Estados Unidos y fundó una organización sin fines de lucro, la Fundación Hotel Ruanda Rusesabagina, que según declaraciones de impuestos, recabó 241.242 dólares entre 2005 y 2007.
En 2006 apareció junto a George Clooney y Elie Wiesel, sobreviviente del Holocausto, en un mitin en Washington para advertir de los nuevos genocidios en Darfur, en Sudán occidental.
“Eso otro Ruanda”, dijo Rusesabagina.
El conflicto con Kagame se calentaba.
Rusesabagina publicó sus memorias, Un hombre común, que contenían críticas al país liderado por Kagame: “Una nación gobernada por y para el beneficio de un pequeño grupo de tutsis de élite”, escribió. Los pocos hutus en el poder eran “conocidos localmente como hutus de servicio o ‘hutus en alquiler’”.
En junio de 2007, Rusesabagina denunció a Kagame ante un tribunal internacional de crímenes de guerra cometidos en Ruanda por atrocidades cometidas durante el genocidio por las tropas de Kagame.
Estalló una batalla de relatos.
En seis meses, el New Times publicó 21 artículos con titulares como “La megalomanía de Rusesabagina no tiene límites”. Sobrevivientes del Mille Collines se presentaron a acusar a Rusesabagina de haber exagerado su papel e, incluso, de beneficiarse del genocidio. Un funcionario del gobierno publicó un libro que prometía contar la “verdadera historia” de Hotel Rwanda.
Rusesabagina contó con promotores influyentes. A principios de 2006, Alison des Forges, reconocida académica del genocidio, hizo una revisión de Un hombre común para la editorial, Penguin.
El relato de Rusesabagina era “verdadero a lo que he atestiguado y experimentado en esta sociedad complicada”, escribió Des Forges en una carta confidencial que el Times pudo ver.
El gobierno de Ruanda intensificó su campaña. En 2007, en un foro en Chicago, el embajador de Ruanda en Estados Unidos acusó a Rusesabagina de financiar grupos rebeldes en el Congo oriental.
En Bruselas, Rusesabagina empezó a sentirse inseguro. Dos veces, dijeron sus hijos, intrusos entraron a su casa a la fuerza, revolvieron cajones y robaron documentos. Cuando un auto lo sacó del camino, lo consideró un intento de asesinato, dijeron.
En 2009, Rusesabagina y su esposa se mudaron a una comunidad cerrada en San Antonio, Texas, cerca del hogar de su aliado, Bob Krueger, exsenador de Estados Unidos y antiguo embajador en Burundi de quien se había hecho amigo.
Incluso entonces, Kagame siguió cortejando a las estrellas de Hotel Rwanda. En junio de 2010, envió su helicóptero para llevar a Cheadle al norte de Ruanda para una ceremonia de bautizo de un gorila, parte de un elogiado esfuerzo conservacionista.
En la cena posterior con el presidente, Cheadle recordó, no se mencionó a Rusesabagina.
El largo brazo de Kagame
La muerte de Patrick Karegeya, un exjefe de inteligencia ruandés y crítico de Kagame, que fue encontrado estrangulado en una habitación de un hotel sudafricano el 1 de enero de 2014, señaló una vez más cuán lejos estaba dispuesto el presidente a llegar para acallar la disidencia.
En al menos seis países, exiliados ruandeses han sido atosigados, atacados o asesinados como parte de lo que parece ser una campaña encubierta dirigida a los detractores más irritantes de Kagame. Algunos fueron acusados de haber participado en el genocidio. Otros, como Karegeya, habían sido confidentes e incluso amigos de Kagame.
En Bélgica, un político fugitivo fue encontrado flotando en un canal. En Kenia, un exministro fue abatido a tiros en su auto. En Gran Bretaña, la policía advirtió a dos disidentes que enfrentaban una “amenaza inminente” del gobierno ruandés. En Sudáfrica, un exjefe del ejército recibió disparos en el estómago pero sobrevivió.
Los funcionarios occidentales se hicieron de la vista gorda. “Son inmensamente especiales debido a lo que sucedió en el pasado”, dijo en 2015 Andrew Mitchell, un exministro de desarrollo británico. “Esto genera una mayor flexibilidad para ellos”.
En Ruanda, los críticos también desaparecían o morían misteriosamente. En 2014, Kizito Mihigo, un popular cantante de góspel, fue acusado de traición por una canción que llamaba la atención hacia la muerte de todos los ruandeses desde 1994, incluidos los hutus moderados, algo que desafiaba la narrativa oficial del “genocidio tutsi”.
En febrero, Mihigo, de 38 años, fue encontrado muerto en custodia policial.
La reputación de Kagame se había visto más empañada por un reporte del organismo de derechos humanos de Naciones Unidas en 2010 que responsabilizaba a los soldados ruandeses y a las milicias aliadas de violación generalizada, asesinato de decenas de miles de civiles y del reclutamiento de niños soldados en el Congo oriental, acusaciones que enfurecieron a Kagame pero le ganaron una inusual reprimenda pública del presidente Barack Obama en 2012.
En 2010, un fiscal ruandés repitió la denuncia de que Rusesabagina había enviado fondos a rebeldes basados en el Congo. El FBI y las autoridades belgas lo interrogaron pero no tomaron acciones, dijo su familia.
En Estados Unidos, Cheadle se encontró con Kagame en una cena organizada por un conocido en común. Este amigo, a quien Cheadle no quiso identificar, después le propuso al actor una segunda película sobre Hotel Rwanda que esta vez presentaría a Rusesabagina bajo una luz menos favorable. Cheadle no lo podía creer.
“Le dije ‘¿Quieres que sea el mismo personaje en una película por la que me nominaron al Oscar para decir que esa película era una mierda y ahora voy a hacer la película de verdad? Probablemente no lo voy a hacer’”.
En enero de 2018, meses después de que Kagame fue reelegido con 99 por ciento del voto, Rusesabagina intentó reclutar a un segundo presidente estadounidense para su causa.
“Le solicito apoyo para liberar al pueblo ruandés”, le escribió al presidente Donald Trump. Desde 1994, dijo “nada ha cambiado” en Ruanda.
El cambio ‘por todos los medios posibles’
En junio y julio de 2018, hombres armados llevaron a cabo una serie de ataques en aldeas remotas del bosque Nyungwe, en la frontera sur de Ruanda con Burundi.
El más letal fue en Nyabimata, un caserío de lomas empinadas y árboles de banano, la noche del 19 de junio. Tres personas fueron asesinadas, entre ellas Fidel Munyaneza, un profesor de primaria. Su esposa, Josephine, dijo que le dispararon por la espalda.
Las autoridades culparon a las Fuerzas de Liberación Nacional, el brazo armado de la coalición opositora de Ruanda que, en ese momento, era liderada por Paul Rusesabagina.
Meses más tarde, Rusesabagina dio un discurso en video donde se refirió al cambio “por todos los medios posibles”, algo que el gobierno ruandés muestra como prueba de su culpabilidad.
Desde la cárcel, dijo que no recordaba haber filmado dicho video.
Un misterioso vuelo a Kigali
Al abordar el vuelo de Chicago a Dubái el 26 de agosto, Rusesabagina le dio pocos detalles a su familia. “Reuniones”, dijo.
La pandemia lo había separado de su esposa, quien había quedado varada en Bruselas desde febrero. No había podido visitar a un nieto recién nacido cerca de Boston.
Pero al parecer este viaje valía la pena.
Rusesabagina solo pasó seis horas en Dubái. En el segundo aeropuerto de la ciudad, más pequeño, abordó un avión privado que pensó que se dirigía a Bujumbura, Burundi.
De hecho, el avión era operado por GainJet, una compañía de chárteres con sede en Grecia a la que Kagame recurre con frecuencia. Aterrizó justo antes del amanecer del 28 de agosto en Kigali, donde rápidamente Rusesabagina fue detenido.
“Se entregó él mismo aquí”, dijo sonriendo el jefe de inteligencia de Ruanda, el general Joseph Nzabamwita. “Una operación maravillosa”.
Si dicha operación venía directo del manual de Kagame —los disidentes aseguran que el año pasado otro líder de la oposición también llegó a Ruanda en un avión privado procedente de las islas Comoras— no quedó claro cuál fue la naturaleza del anzuelo para atrapar a la víctima más reciente de Ruanda.
Rusesabagina dijo que había sido invitado a Burundi por un pastor, Constantin Niyomwungeri, quien le había pedido hablar en sus iglesias. No se pudo contactar con el pastor para que hiciera comentarios. Los funcionarios ruandeses aseguran que el verdadero propósito de Rusesabagina era coordinarse con grupos armados con base en Burundi y Congo.
En la entrevista en el cárcel, Rusesabagina parecía decidido a mantener su habitual comportamiento imperturbable. Pero podía ser evasivo y contradictorio. Pasó los tres primeros días de cautiverio en un lugar desconocido, con los ojos vendados y atado, donde fue interrogado “no mucho”, dijo.
Human Rights Watch dice que su detención viola el derecho internacional, incluso si se le engañó para abordar voluntariamente el vuelo desde Dubái.
El general Nzabamwita desestimó la insinuación de ilegalidad debido a que, dijo, Estados Unidos y Bélgica siempre cooperaron con su investigación. De hecho, agregó, el jefe de inteligencia de Bélgica y el jefe de la estación de la CIA en Kigali lo habían felicitado personalmente por el arresto.
“Lo único que les sorprendió fue que pudiéramos llevar a cabo una operación así, y con mucho éxito”, dijo.
Funcionarios belgas y estadounidenses negaron la afirmación del general. En un correo electrónico, un vocero del servicio de inteligencia belga, SGRS, dijo que su jefe, Claude van de Voorde, “NUNCA felicitó a las autoridades ruandesas” por el arresto.
Aceptar —y temer— la verdad
En Hotel Rwanda, Rusesabagina es presentado como un pícaro que usaba puros y zalamerías para escaparse de líos mortales. Ahora, confinado a una celda a ocho kilómetros de ahí, no dispone de esas opciones.
Quienes lo apoyan, tanto en Hollywood como en la oposición ruandesa, argumentan que es imposible que se le juzgue de manera justa. “Harán todo lo posible para mantenerlo en la cárcel”, dijo Faustin Twagiramungu, un ex primer ministro de Ruanda y aliado político de Rusesabagina.
Rusesabagina, por su parte, insistió que su grupo no es “una organización terrorista”, a pesar de que incluye un grupo armado.
Su objetivo, dijo, era atraer la atención sobre la causa de “millones” de refugiados ruandeses y exiliados que, cómo él, están atrapados fuera del país más de un cuarto de siglo después del genocidio.
“Queríamos despertar a la comunidad internacional, a los países extranjeros y a la misma Ruanda”, dijo. “Para recordarles que también existimos”.
Por: Abdi Latif Dahir, Declan Walsh, Matina Stevis-Gridneff and Ruth Maclean