Todas las tardes llamo a mi madre para asegurarme de que está bien. Vive en un edificio de tres pisos de la sección 8 (en referencia al pago de asistencia de vivienda contemplado en la sección 8 de la Ley de Vivienda de Estados Unidos de 1937) en el barrio de East New York, en Brooklyn, en el apartamento en el que mis hermanos y yo crecimos. Tres de sus vecinos han muerto debido a la Covid-19 en las últimas dos semanas y más de la mitad de las familias en su edificio de doce apartamentos han enfermado.
A través de las paredes, ella podía oír los lamentos de la familia que perdió a uno de sus miembros debido al coronavirus en el apartamento de al lado: “¡No te vayas! ¡Por favor, no nos dejes!”. Otro vecino en el segundo piso, un hombre ecuatoriano de mediana edad que vivía con su madre de edad avanzada, murió el día antes de Pascua. Lo peor, dijo ella, era no poder dar sus condolencias en persona ni decir adiós a los vecinos que con el paso de los años se habían convertido en su familia. Se me revuelve el estómago por la culpa.
Como profesor de inglés, soy de los neoyorquinos que pueden trabajar desde casa. Sin embargo, soy la excepción en mi familia. Mi madre trabaja en la limpieza de apartamentos en Manhattan. Todos sus clientes han cancelado, pero ella no recibe días de descanso pagados ni liquidación. Está gastando todos sus ahorros, dinero que ella tenía la esperanza de invertir en su primera casa, en pagar la renta y los servicios.
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Se preocupa por mi tío, a quien le diagnosticaron Covid-19 y ha estado conectado a un respirador en el Centro Médico Wyckoff Heights en Brooklyn desde hace diecisiete días; se preocupa por sus amigos de la iglesia, muchos de los cuales han dado positivo por coronavirus; se preocupa por nuestra familia en la República Dominicana, algunos de los cuales también están contagiados. Por quien más se preocupa es por mi hermano menor, que trabaja en una pequeña tienda de abarrotes, un negocio familiar ubicado en Harlem. Él se encarga de reabastecer los anaqueles, atender la charcutería y preparar sándwiches para los clientes.
Mi hermano menor se traslada al trabajo todos los días desde el barrio de East New York, donde vive en un pequeño apartamento de dos récamaras con su hijo de 3 años, su esposa embarazada y sus suegros. Él y sus compañeros de trabajo portan cubrebocas y guantes para protegerse tanto ellos mismos como a los clientes. Aun así, él teme enfermarse o, peor, llevar el virus a casa y a sus familiares. “Hay personas en mi trabajo que se están enfermando; saben a qué síntomas deben estar atentos —fiebre y tos—, por lo que toman días de descanso”, me dijo. Muchos de ellos son indocumentados y no quieren arriesgarse a ir al médico. Tienen miedo de ser deportados.
El 18 de marzo, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, por su sigla en inglés) anunció que suspendería temporalmente las deportaciones en todo el país, excepto en el caso de la deportación de extranjeros que han cometido crímenes o representan una amenaza para la seguridad pública. Sin embargo, ese mismo día, el ICE continuó haciendo arrestos en algunas de las regiones más afectadas por el virus, incluidas California y Nueva York.
Más de dos millones de personas latinas viven en la ciudad de Nueva York, y muchas de ellas son miembros de familias inmigrantes como la mía, que trabajan en negocios considerados “esenciales”. Los trabajadores de las tiendas de víveres, el personal de limpieza, los repartidores, los inmigrantes propietarios de pequeños negocios, los taxistas y los trabajadores indocumentados se preocupan no solo por su estatus migratorio, sino también por tener un salario básico para sobrevivir. Para ellos, el distanciamiento social es un lujo que simplemente no se pueden dar.
Alrededor del 30 por ciento de los estadounidenses tienen empleos que les permiten trabajar desde casa. Este número se reduce en forma drástica para las personas negras y latinas y, en especial, para los inmigrantes. En la fuerza laboral en Estados Unidos, solo el 16 por ciento de los trabajadores latinos y el 18 por ciento de los afroestadounidenses pueden trabajar desde casa, en comparación con cerca del 30 por ciento de los blancos y el 37 por ciento de los asiáticoestadounidenses.
La brecha en el trabajo a distancia es una de las maneras en que la pandemia subraya las desigualdades en la riqueza y la educación en este país. Mi hermano y miles de otros trabajadores esenciales ponen en riesgo su bienestar al laborar en lugares en los que de manera regular entran en contacto con cientos de potenciales portadores del coronavirus. Enfrentan riesgos legales, financieros y de salud sin precedentes que prevalecerán durante mucho más tiempo que esta pandemia.
Reflexiono sobre la brecha socioeconómica dentro de mi propia familia. Los inmigrantes como mi hermano y mi madre no tienen más opciones que ir a trabajar y arriesgarse a contraer la enfermedad o quedarse en casa sin paga. Para escapar del clamor de las malas noticias, mi madre lee la Biblia y toca su guitarra. Ella limpiaba los pasillos de su edificio hasta que le supliqué que lo dejara de hacer por su seguridad. Sin embargo, la última vez que hablamos, me confesó que se le ha dificultado mantenerse animada. Solo puedo decir: Perdóname, mami. Desearía poder hacer más.
Por: Ayendy Bonifacio