El Gabo que conocí fue un hombre cómplice, sin esos paños tibios que a veces cubren una amistad. Para pertenecer a su círculo privado había que caerle en gracia por alguna razón. Por ejemplo, le interesaba el punto de vista profesional o político de alguien. O podía ser una característica duradera, como la ideología o una posición férrea, que en términos simples se reduce a la empatía de los seres humanos. Gabo lo deja a “la suerte de la vida y al buen criterio para decir lo que piensan, así sea doloroso”.
Después, ese afecto debía superar el filtro de Mercedes. Nadie pudo ser su amigo sin el visto bueno de la Gaba, de la misma manera que ella era la encargada de sus asuntos terrenales, como ser su ministra de Hacienda. Y justamente todas las personas que estábamos presentes el día que recibió la noticia del Premio Nobel, el 21 de octubre de 1982, formábamos parte de su corte más cercana, con la bendición de su mujer.
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Hoy pienso que no fue casualidad que estuviéramos con José Vicente Kataraín en esos días de otoño mexicano. Íbamos rumbo a Estados Unidos con el fin de analizar una maquinaria para nuestro proyecto del periódico 'El Otro', pero él nos pidió que adelantáramos el viaje y pasáramos unos días por su casa, sin anunciarnos sus premoniciones festivas. No sabíamos a ciencia cierta que Gabo recibiría la llamada de la Academia Sueca, y menos que terminaríamos celebrando en la suite del piso 20 del hotel Presidente Chapultepec en la capital federal, junto al pintor Alejandro Obregón, Álvaro Mutis y Danilo Bartulín, médico del expresidente chileno Salvador Allende, entre otros personajes.
Gabo y Rafael Escalona celebrando el premio Nóbel
Eso transcurrió en la habitación 2026, al mismo tiempo que García Márquez hacía el primer brindis. Levantó su copa ante los presentes y aclamó: “Brindo por mis amigos, ¡Viva Colombia, Viva México”, a lo que Fernando Gómez Agudelo, su esposa María Teresa, Danilo Cornelín, Guillermo Angulo y Mercedes Barcha de García respondieron afirmativamente. Acto seguido, agregó: “Vamos a poner de moda la felicidad”.
Parecía que la parranda estaba planeada con antelación. Tal cual era el mejor novelista que ha dado Colombia, todo lo manejaba con milimetría de matemático. En alguna entrevista yo había leído que a él no le importaba el premio mayor, pero ese era un rasgo de su personalidad en el que se deduce que era ávido de reconocimiento, por más que lo negara. Cinco días antes yo le había preguntado por el Nobel, y él tomaba el camino de la evasión: “No hombe, qué va, eso se lo dan a los viejitos o a los desconocidos”.
Pero apenas llegamos a la capital federal nos adelantó que íbamos a recibir una llamada suya para celebrar el anuncio más esperado de su vida. Y ahí fue donde no podía salir del asombro por lo que íbamos a vivir. Cargué mis cámaras para todos lados –como si trabajara en una agencia de noticias–, y por eso tengo el registro fotográfico de las primeras horas de celebración.
Fue un día colmado de alboroto, como quedó estampado en una crónica para El Mundo:
Cuando sonó el teléfono, a las seis de la mañana, desde Estocolmo, interrumpiendo sus sagradas horas de sueño, García Márquez en realidad solo había dormido dos horas.
La noticia realmente se la había anticipado un íntimo amigo suyo desde las dos de la tarde. A partir de ese momento se sentó a esperar, como el coronel a que le escribieran, a que lo llamaran desde la Academia Sueca. Hasta que lo despertaron y le dijo a Mercedes, su inteligente esposa desde hacía 25 años: “Lo que faltaba, el Nobel”.
Cuando los teletipos y medios de comunicación de todo el mundo difundieron la noticia, su casa se llenó de periodistas. La televisión sueca, la francesa, la italiana; enviados especiales desde Estados Unidos; corresponsales latinoamericanos acreditados en México y, minutos después, el director de El Mundo. A todos los atendió en bata de baño. Con ninguno tuvo inihibición. Las puertas de su residencia se abrieron de par en par contrariando una norma sagrada de toda su vida: que la intimidad le pertenece.
Desayunamos en su casa del barrio Pedregal de San Ángel y nos tomamos varias fotos para la posteridad. Las primeras manifestaciones no se hicieron esperar en las afueras con letreros, flores amarillas. Estaba tan contento que nos adelantó que seríamos sus invitados especiales en la entrega del galardón en el invierno de Suecia. Gabo, como nunca, tuvo que interrumpir al menos por ese día su agenda con la máquina de escribir. La ocasión valía el desorden.
Sus dos secretarias, Teresa Ortiz Argüeyo y Ubalda Martínez, tampoco tuvieron tiempo para cumplir sus labores cotidianas esa mañana de jueves. No pudieron cocinar u ocuparse de oficio distinto al de atender el teléfono, y decir que “el señor no está”. El que sí pudo contactarse fue el presidente de Colombia, Belisario Betancur, quien lo felicitó y le dijo: “Lo esperamos pronto”, momentos antes de que el hilo colapsara y no pudiera atender más llamadas. El mandatario le envió un ramo de orquídeas, que se puso en el centro de la mesa principal.
Su hijo Gonzalo se había enterado del premio por televisión y quedó sobrecogido. Cuando llegó a sus clases en Estados Unidos, el profesor de Letras de Harvard le habló a sus alumnos: “Aquí tenemos al ilustre hijo del nuevo Nobel de Literatura”. Aplausos. La verdad es que casi nadie sabía quién era su padre, porque siempre manejó un bajo perfil para no abusar del prestigio del “mamador de gallo”, y ese detalle hacía hinchar el pecho a Gabo.
Además de conversar con sus dos hijos, intentó el contacto con su madre, Luisa Santiaga, que estaba en Colombia y casi no la pudo conseguir. Gabo confesó que ella había puesto una vela para que no le dieran el galardón, porque decía que “a todo el que se lo dan, se muere”. Y además, le pidió que con el premio le arreglara su teléfono cartagenero que estaba con serios problemas desde hacía tres meses. En el medio, seguí con mi papel de reportero gráfico.
–Si me sigues tomando fotos te destituyo de director y te nombro fotógrafo del periódico– me dijo, para que frenara los disparos de mi cámara.
La parranda en la nieve
Sáb, 13/09/2014 - 12:29
El Gabo que conocí fue un hombre cómplice, sin esos paños tibios que a veces cubren una amistad. Para pertenecer a su círculo privado había que caerle en gracia por alguna razón. Por ejemplo, le