Por Fernando Salamanca
De Kim Jong il se pueden decir mil palabras pero nunca se completará un retrato confiable. Se ha especulado sobre cómo falleció: que fue un infarto cardíaco cuando viajaba en un tren, o una fatiga muscular y una serie de fallas metabólicas las que llevaron al fin de su vida. Hasta se ha conjeturado que todo obedece a una decisión del destino místico del “Querido líder” norcoreano. Son más las incertidumbres que las certezas, precisamente, porque la imagen del dictador norcoreano se ha movido en polos opuestos, en espacios encontrados: su paso por un exclusivo colegio privado en Suiza o su formación en economía política en la Universidad de Kin II-Zing; o la leyenda proverbial de su nacimiento, precedido y anunciado por acontecimientos extraordinarios: una nueva estrella en el firmamento y el doble arco iris sobre el monte Paektu, sitio sagrado de la cultura coreana. Divino y humano, mesiánico y tirano, atiborrado de gloria por sus súbditos, y relegado en el ámbito político internacional desde su toma de poder en 1994.
Dualidad que no es exclusivamente suya ni de su país, sino que obedece a un orden político e ideológico y a un ideario de poder. El primero, establecido tras el fin de la Segunda Guerra Mundial (1945) y el triunfo de los Aliados (Estados Unidos, la Unión Soviética e Inglaterra) sobre el Eje, que conllevó a una división del mundo entre el Este comunista liderado y amparado por el proyecto imperial en cabeza de José Stalin, que buscaba llevar la revolución proletaria a todos los lugares del mundo; y el otro proyecto, occidental, en cabeza de los Estados Unidos de Norteamérica. La división y la guerra nunca declarada pero siempre prevista enfrentaron dos formas de concebir la economía, la política, incluso la cultura y el arte. Aunque tenían en común el uso de la fuerza y de las armas (en especial las nucleares) como el fundamento de su poder y de control. Y el primer choque, el campo de prueba para medir fuerzas, fue precisamente la península coreana, la Guerra de Corea (1950-1953), en la que, cabe recordar, hubo un pequeño contingente colombiano.
Kim Jong Il era la cabeza de uno de los ejércitos más poderosos de Asia.
Y fueron los grandes quienes impusieron la salomónica decisión de escindir la península bajo el paralelo 50, una línea horizontal que hizo fácil la división y la separación de una Corea capitalista y otra comunista. Ésta fue conducida por Kim II Zing y fundamentada en los idearios políticos de la Juche, que consideraba a las masas como las únicas propietarias de la revolución. A ellas debía de servir y guiar hacia el paraíso de la igualdad sin clases. Sin embargo, los resultados en materia económica fueron un fracaso rotundo, pues la colectivización de tierras y una economía central planificada llevó al país a la bancarrota, al desempleo generalizado y hambrunas monstruosas; además, el bloqueo económico implantado por Norteamérica aisló a la mitad de la península, la hizo totalmente dependiente de la ayuda soviética.
Esta desdichada realidad se apaciguaba con los postulados propagandísticos de una revolución por hacerse y construirse, una meta que requería del esfuerzo y la mansedumbre de las personas. Cuando cayó la URSS hace veinte años, la formula encontrada fue el contacto con el mercado negro de armas de la mafia rusa y el gobierno chino, proyecto que Kim Jong il admiraba e intentó imitar sin buenos resultados. Además, se pirateó software y programas de su vecino japonés.
Con apenas 28 años, Kim Jong-Un gobernará Corea del Norte.
La compostura de Kim Jong il recuerda la famosa frase de otro dictador (retrogrado e intolerante como él), Francisco Franco: “haga como yo, no se meta en política”, fue la respuesta al interrogante de un periodista sobre la situación de España en los difíciles años sesenta en la península. Y esa fue la fórmula de la dinastía comunista de Kim Jong il, aislarse de la realidad, dejarla en las bambalinas de la propaganda política y el culto a su personalidad, abandonarse en la soledad del poder, la liberación de sus sentimientos (se dice que amó sin medida a dos de sus esposas, y que odió con acérrima e igual forma a otras tantas) y de sus pasiones, en especial el cine. Tenía una colección de más de 25 mil películas, la hermosa Elizabeth Taylor era su actriz favorita. Una anécdota cuenta que el director de cine norcoreano Sang-Ok y su esposa lograron abandonar el país en 1986 con la promesa de grabar en conjunto con el “Gran dirigente”, un par de proyectos cinematográficos que tenía en mente desde su juventud.
La buena mesa y el trago fino fueron otras de sus pasiones. Bebía coñac Hennessy en cualquier lugar o situación en que estuviese, pedía caviar sin medida en los mejores restaurantes de Rusia o Europa. Incluso hay un menú en oriente con receta de begonias llamado “kimjonggo” en su homenaje. Por otra parte, su hedonismo lo llevó a peinarse al estilo de moda para verse joven, gafas oscuras como detalle que suscita incógnita y zapatos de plataforma para parecer de una estatura superior.
En el mundial de Sudáfrica las tribunas estaban llenas de hinchas pagados por el gobierno norcoreano.Hoy vemos las imágenes del llanto de sus súbditos, de las secretarias del partido o los carceleros de Hueryong. La radio, la televisión, la Internet (todos controlados por el Estado) comunican el edicto de doce días de luto nacional, su entierro con seguridad será fastuoso, al igual que su asunción al olimpo de los líderes comunistas norcoreanos, junto a su padre y algunos familiares. Eso sí, como hombre previsivo dejó encargado del poder a su hijo predilecto Kim Jong-Un, de 28 años, y ya General en jefe de las fuerzas armadas.
Así están las cosas en Corea del Norte. El pueblo no sabe que hará sin su querido líder, él siempre hizo lo que quiso, y el mundo hará la pantomima de su pérdida.