Un ex reservista del ejército, Jorge Salcedo, alias ‘Richard’, quien prestaba sus servicios a los hermanos Rodríguez fue testigo de la guerra a muerte entre los narcos de Cali y Pablo Escobar. Su misión luego fue protegerlos, pero se propuso no ceder ante la corrupción, la violencia y la brutalidad que lo rodeaba. La noche en que le colocaron una pistola en la mano con la orden directa del capo mayor de matar o ser asesinado, Salcedo decidió mejor, provocar la caída del cartel de Cali. La historia está narrada en el libro En la boca del lobo, de Editorial Planeta.
Este es un capítulo del libro:Por favor, no se vayan
Con las primeras luces del sábado 15 de julio, el cielo parecía venirse abajo sobre el cártel de Cali. Cuarenta policías colombianos y un escuadrón de agentes antinarcóticos estadounidenses habían sitiado el edificio Colinas de Santa Rita. Una unidad del Bloque de Búsqueda llegó después, junto con los medios de comunicación y hordas de curiosos. Se rumoraba que Miguel Rodríguez Orejuela estaba adentro. Todo el cártel contenía la respiración al unísono, esperando un escape milagroso, mientras se preguntaba quién podía ser el soplón.
Jorge se enfrentó al nuevo día sabiendo que iba a ser uno de los sospechosos. También con la certeza de que su vida dependía de qué tan convincentemente desempeñara su papel de jefe de seguridad del cártel en esas circunstancias.
Lena no preguntó nada a propósito de la avalancha de llamadas que recibió Jorge esa mañana, ni hizo comentario alguno sobre el tono urgente de las mismas y las conversaciones en clave, que sugerían una crisis en el mundo de su marido. Jorge no quiso desayunar; evidentemente, estaba muy nervioso para comer, pero ella esperó a que él quisiera decir algo.
—Parece que las autoridades encontraron a Miguel —comentó Jorge al fin, mientras se preparaba para salir.
Lena lo había adivinado, y entendía que ese hecho era tanto una oportunidad como un peligro para su esposo. A pesar de que no sabía nada del papel de Jorge como informante, estaba preocupada por su seguridad. Al igual que él, sin embargo, disimuló sus sentimientos.
—Tal vez por fin voy a recuperar a mi marido —le dijo animadamente.
La mañana avanzaba sin que se reportara ninguna noticia desde el lugar de los hechos. Jorge intentó no preocuparse, aunque había esperado saber algo al cabo de una o dos horas. Si las autoridades hubieran atrapado a Miguel, ya lo habrían sometido a los procedimientos formales de arresto y con seguridad el general Serrano habría pasado ante todas las cámaras de Cali custodiándolo. La larga espera sugería que el padrino había logrado escapar. Lo más probable era que se hubiera escondido en la caleta, pero también era posible que hubiera logrado salir del edificio. Por primera vez, Jorge consideró la posibilidad de que el allanamiento fracasara; sin duda era una perspectiva aterradora. Imaginó una investigación interna del cártel. La cosa podía ponerse fea.
Jorge revisaba a cada rato el buscapersonas que le habían dado los agentes de la DEA para verificar que estuviera funcionando bien y que no se le hubiera pasado algún mensaje. Lo había guardado, en modo de vibración, en uno de los bolsillos de su pantalón.
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